Inspiracion_Dormida_2ºed.pdf - Blogsaverroes

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Escrito por: Silvia G. Guirado Ilustrado por: David G. Forés Desiree Arancibia Martuka

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Escrito por:Silvia G. Guirado

Ilustrado por:David G. Forés

Desiree Arancibia Martuka

Escrito por: Silvia G. Guirado

Ilustrado por: David Garcia Forés Desiree Arancibia

Martuka

La inspiración dormida. Regreso a los colores olvidados

Ilustraciones: David Garcia Forés, Desiree Arancibia y Marta García Pérez Escrito por: Silvia González GuiradoPoesías: Diego Ruf González®

Cordinación de Kickstaster: Naiara ChalerPlay Attitude CEO: Efrén Garcia i Artero

© 2011 PLAY Creatividad S.L.Historiador Maians, 20 bajos. 08026 BarcelonaTel.: 93 435 78 88. Fax: 93 456 83 10E-mail: [email protected]

Reservados todos los derechos. Queda prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial, o distribución de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos el tratamiento informático y la reprografía. Si quiers usar el contenido o la ilustración, contactanos a [email protected]

Para todos aquellos que se atreven a soñar y a viajar en busca de sus propios colores.

CAPÍTULO 2 CORAL

ilustrado por Desiree23

ilustrado por David

CAPÍTULO 8

NEGRO93CAPÍTULO 9

AMARILLOilustrado por Martuka y David109

ilustrado por Martuka

CAPÍTULO 13epílogo

161

ilustrado por David

la Ausencia171

ilustrado por David,Desiree y Martuka

Sketchbook178

CAPÍTULO 3

OCRE ilustrad

o por David

31

CAPÍTULO 5

ROJOilustrad

o por Martuka

51

CAPÍTULO 6

AÑILilustrado por Martuka

67

CAPÍTULO 4

NARANJAilustra

do por David41

HIELOilustrado por David

CAPÍTULO 11 135

ilustrado por David BLANCOCAPÍTULO 12 147

CAPÍTULO 10 VERDEilustrado por Desiree

125

ilustrado por David

CAPÍTULO 1 GRIS 11

CAPÍTULO 7

VIOLETAilustrado por David

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PrólogoAQUELLOS QUIENES CREEN EN LOS COLORES, SON CAPACES DE CREARLOS.

Bienvenido a La inspiración dormida, una novela gráfica que inspira.

En estas páginas descubrirás la historia de Carmesina, pero puede ser la historia de

cualquiera de nosotros. La paleta de colores le sirve de guía en la búsqueda alrededor del mundo de la inspiración que una vez perdió.

Este es un viaje a la imaginación para volver a creer en la realidad y entender que nuestro día a día está lleno de buenos momentos, alegría y amor; pero también miedos, rabia, nostalgia y tristeza. Esta historia ilustrada es una reflexión positiva sobre lo que somos, lo que sentimos y lo que queremos: ¡introspecciones de vital importancia en el mundo en que vivimos!

Este libro fue concebido hace mucho tiempo. En ese momento Play Attitude era muy diferente de lo que es ahora, pero la esencia se mantiene. Estamos comprometidos con la creatividad, la calidad y la singularidad, y arriesgamos en cada proyecto porque es lo que nos hace vibrar.

Gracias por formar parte de este proyecto y ayudar, otra vez, a darle vida a un nuevo libro. Gracias a cada uno de los mecenas y a los que más tarde compraréis el libro.

Déjate llevar por esta historia que esperamos te recuerde la importancia de imaginar y soñar. Porque solo aquellos que creen en los colores, son capaces de crearlos.

Play Attitude

Prefacio

Hace ya cinco años escribí un prefacio para este libro en su versión original. Hoy, cinco años después, vuelvo a él para esta nueva edición en inglés. Nada

entonces me hubiera hecho pensar que esta historia tan personal fuera a formar parte de la existencia de otras personas. Sin embargo, la vida nunca deja de sorprendernos y gracias a un nutrido grupo de personas, aquí estoy volviendo a recordar cómo nació La Inspiración Dormida y como esta aventura que permanecía adormecida en mí, un día despertó y encontró la manera de hacerse realidad. ¡Gracias a cada uno de vosotros por haberme permitido volver a ella!

Creo no equivocarme si digo que todos en algún momento de la vida nos hemos sentido perdidos, sin rumbo, carentes de ánimo. Nos sentimos incómodos en nuestra propia piel y aquello que nos daba alegría se ha ido perdiendo con el paso del tiempo sin apenas darnos cuenta. Entonces, cuando menos lo esperamos, ocurre algo que nos obliga a tomar una decisión y a emprender un viaje hacia lo desconocido para volver a ser nosotros mismos.

Eso es lo que le sucede a Carmesina, la pequeña niña de Los colores olvidados, que ha crecido y en ese paso de la niñez a la vida adulta ha perdido la ilusión por sus pinceles. Solo alguien que la conoce profundamente será capaz de llevarla a un viaje que todos deberíamos hacer, al menos, una vez en la vida. Una viaje a nuestro interior. Solo allí encontraremos las respuestas para darle color a nuestra existencia.

Ese viaje es una aventura que no sabemos que nos deparará –tampoco lo sabe, Carmesina-, pero una vez se inicia no hay vuelta atrás. Solo nos toca seguir adelante, afrontando miedos, disfrutando de los momentos, reconociendo nuestro propio valor y la importancia de nuestras pasiones.

Ahora te invito a que te sientas libre de formar parte de este viaje, que disfrutes de cada paso, de cada palabra, de cada ilustración para que, de alguna manera, nunca te falte la inspiración en tu vida.

Silvia G. Guirado

El mundo de los cuentos siempre ha estado conectado con nuestro mundo real. Ha sido creado y ha crecido gracias a la imaginación de las mujeres y los hombres que algún día utilizaron sus recursos, palabras y dibujos, para inventar historias, para averiguar el porqué de las cosas, para

buscar explicaciones a lo que sentían o les acontecía.

En ese universo conviven todos los personajes de cuentos, de las historias clásicas y las modernas –incluso, está la simiente de los personajes que algún día nacerán– y, desde allí, observan el mundo real vigilando que el equilibrio entre imaginación y razón no se rompa. Y si en alguna ocasión notan que ese equilibrio empieza a resquebrajarse, intervienen viajando a la realidad para lograr que esa persona que comienza a decolorarse encuentre su tono vital. Ese mundo de la imaginación y los cuentos es el mundo de los colores olvidados. Si has tenido oportunidad de conocerlo, la mayoría de los personajes que vas a encontrarte en este viaje te resultarán familiares.

Si aún no has viajado al mundo de los colores, de los cuentos y la imaginación, disponte a descubrir un universo donde lo imposible es posible, donde los gatos negros traen buena suerte, donde los serafines no siempre entonan, donde un maestro zen también puede sufrir miedo o donde una princesa prefiere la libertad a esperar a su príncipe azul. En cualquier caso, todos estos personajes siempre tratarán de ayudarnos a recuperar nuestra propia esencia y esos colores que tantas veces olvidamos en el día a día.

Ilustrado por David

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Después de largos años de oscuridad profunda, de crisis reales e inventadas, de desapegos emocionales y terrenales, parecía que los colores habían vuelto a

pintar la realidad social. Poco a poco las personas habían ido recuperando la ilusión perdida y emprendiendo nuevos proyectos que las mantenían esperanzadas. Lo que pocos conocían es que una parte de esa victoria se la debían a la pequeña Carmesina, y digo pequeña porque, aunque ya no era una chiquilla, seguía conservando aquel rostro aniñado que tanto la había identificado. ¡Cuán diferente era pasear ahora por su ciudad!

Desde que Carmesina había empezado a empapelarla con los dibujos de colores, una ola de optimismo y vitalidad había ido contagiándose como si de un alegre virus se tratara. Así, unos a otros, los humanos se habían ido regalando la oportunidad de volver a disfrutar de la témpera para colorear presentes, de los pinceles para perfilar sueños y futuros, de los pasteles para desvanecer tristezas y temores…

Al fin, Carmesina había disfrutado de mañanas anaranjadas y de tardes violáceas, de amaneceres rosas y noches rojas como nunca hubiera podido imaginar. No cabía duda, el mundo estallaba en colores, pero ciertamente aún faltaban los matices. No todo estaba hecho. Una cosa era pintarlo con una ligera capa de color que tapara las imperfecciones, y otra diferente buscar las auténticas tonalidades, y eso lo sabían los personajes de cuento.

Por ello, paralelamente, en el mundo de la imaginación, los protagonistas de los cuentos se mantenían en una dicha contenida, atentos, porque, como algunos de ellos intuían, aquello podía ser una tregua. Dudaban de que los colores que invadían el mundo fueran auténticos y más bien apostaban porque fueran una invención para que las personas se distrajeran cayendo en la trampa de la convención y anularan su espíritu de rebelión. Sabían que conservar el equilibrio entre el raciocinio de los humanos y la imaginación de los cuentos suponía una empresa difícil de llevar a cabo. Así que los personajes se mantenían expectantes.

Desde que el mundo parecía de nuevo lucir en apa-rentes colores, Carmesina había seguido dibujando, pintando, creando e imaginando hasta caer ren dida en el suelo de su cuarto. Sin embargo, al ir cum-pliendo días y años, el tiempo parecía apremiarla con obligaciones adultas y comparaciones absurdas, olvidando sus lápices de niña. Y de este modo, poco a

poco, casi sin notarlo, una sensación de pesadumbre había ido depositándose en sus pinceles y, como consecuencia, los dibujos en su cuaderno habían empezado a escasear. Su habitación, su refugio, en otros momentos con las paredes cubiertas de esbozos y proyectos, parecía haber perdido su personalidad. Lo más extraño era que, a la par, algo en su alma se tornaba oscuro, de un gris marengo algo turbio. Sin embargo, Carmesina era incapaz de percatarse de ello y únicamente era consciente de que, cada vez que se miraba al espejo, le parecía ir palideciendo, decolorándose, tornándose casi papel vegetal. Incluso su único ojo había perdido el fulgor de tiempos atrás.

La inercia de los días sin sentido se acumulaba en su calendario personal. Con horas de bagaje académico se instauró en el hacer por hacer, en lo conveniente socialmente, ocupando su tiempo y su energía en números y cálculos que tan poco le gustaban. Su curiosidad innata de niña se perdió entre sumas y multiplicaciones, en tareas aburridas; aún así, no se quejaba ni hablaba, porque tal vez alguien le había dicho que eso no servía de nada ni bien visto estaba.

Así fue como Carmesina dejó de pasear por su ciudad, de sorprenderse con los vivos colores. Abandonó el placer y el disfrute de los lápices y el cuaderno y, casi sin darse cuenta, acabó sucumbiendo a una rutina oscura, demasiado oscura.

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Intentando liberarse de la pesadumbre, Carmesina, robándole horas al sueño y energía a sus obligaciones, cada noche cogía los pinceles. Pero aquel rato que se brindaba acababa en la mayor de las frustraciones. La inspiración no llegaba y los intentos sin éxito la atormentaban. Sin embargo, como suele ocurrir cuando alguien no reacciona, la vida le empuja a ello como un torbellino inesperado. Así sucedió una noche en que nuevamente intentó darle color a la hoja en blanco. Haciendo un gran esfuerzo y sacudiéndose la costumbre de la espalda, cogió los lápices y, sentándose junto a la ventana, se permitió ese tiempo para pintar entre tanta obligación heredada. No obstante, como en tantas otras ocasiones, pasó una hora, pasaron dos y hasta tres, y Carmesina ni siquiera había sido capaz de rayar la lámina que ante ella tenía. Rendida, aquel día, Carmesina se rompió en dos, lo notó en su interior, y, con la ira acumulada por la inspiración que no llegaba, cogió los lápices y los papeles y los arrojó por la ventana, viéndolos volar sin importarle nada.

Sin voluntad ni fuerzas, una tempestad de pensamientos negativos la hundió hasta caer al suelo con la cabeza entre las piernas. Así estuvo un buen rato, del no sirvo al por qué a mí, del para qué al no valgo de nuevo, sin percatarse de que algo se había introducido en la habitación y paseaba entre las sombras de la noche. Sigilosamente se deslizaba oculto a la mirada de ella, quien, aún cabizbaja, no veía nada más que sus lamentos. Y entre sollozo y sollozo, algo tocó la cabeza de Carmesina. Un respingo de temor apresó su cuerpo, pero no lo suficiente para no levantar la cabeza y descubrir frente a ella la silueta de algo invisible aún bajo el velo de la noche. Asustada, consiguió articular con voz trémula una rápida pregunta:

–¿Quién hay ahí?

Y nadie contestó, pero de las sombras ese alguien se deslizó. Con el mismo sigilo con que se había movido, salió a la luz que entraba por la ventana procedente de la solitaria farola. Y así Carmesina descubrió quién se hallaba allí: un gato negro de mirada bien amarilla. Entonces recordó que ella conocía a ese felino de cuando había sido pequeña e ingenua y aún creía en los colores, en los cuentos y en la imaginación.

–Carmesina, ¿me recuerdas? Soy Gato Negro, tu amigo –se presentó.

–¿Tú mi amigo? –preguntó una conturbada Carmesina.

Gato Negro se sorprendió de la respuesta en un primer momento, pero enseguida entendió que aquella muchacha no era su Carmesina de antaño y que estaba afectada de una triste pesadumbre que no la dejaba ser ella misma.

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–¿A qué has venido, gatito? ¿No querrás acaso que vuelva a empapelarte la ciudad de dibujos de colores como cuando era pequeña? Como puedes observar, ya he crecido y además todo el mundo disfruta de un presente alegre y de un futuro esperanzado… –dijo con amarga ironía Carmesina.

–A veces, bajo la perfecta apariencia, se esconde una profunda tristeza… En cualquier caso, he venido a devolverte algo. –Y, extendiendo la zarpa, Gato Negro le entregó un viejo lienzo amarilleado por el paso del tiempo.

Carmesina, sacudiéndose el enfado, cogió el dibujo con cierta curiosidad y Gato Negro pensó que aún no estaba todo perdido. Si conservaba un mínimo interés, éste le haría renacer. En la lámina asomaba en bellas tonalidades un árbol donde se habían posado muchos pájaros rubios, pero destacaba especialmente uno, de color oscuro. Ese había sido su primer dibujo, el primero que había colgado en el tronco de un árbol de su ciudad y que Gato Negro había recuperado como recuerdo de aquel acto.

Carmesina miró con detenimiento la lámina, la acarició e, incluso, en su semblante pareció asomar una leve sonrisa, que rápidamente se escondió tras la parda melancolía.

–Pero entonces, ¿eres real, Gato? Pensé que te había soñado. Incluso, llegué a creer que todo lo de las láminas de colores había sido cosa de mi imaginación… De cuando aún la fantasía me guiaba y tenía inspiración…

–¡Por supuesto que soy real! Puedes verme, ¿verdad? ¿Puedes tocarme? Soy tan real como esos lápices y esas hojas que han volado por tu ventana.

Carmesina no contestó. Incluso se avergonzó por lo que había hecho. Gato Negro, posándose en su falda para reconfortarla, continuó hablándole:

–Carmesina, sé lo que te ocurre, sé que andas perdida y que estás tornándote oscura. Has ido cubriendo tus rutinas de obligaciones que no te han permitido expresarte y te parece que la inspiración ha volado a otra parte. Pero es normal, Carmesina. A todo el mundo le sucede más tarde o más temprano. Nos acomodamos, nos conformamos con la gris oscuridad, incapaces de imaginar que puede haber algo más. Sin embargo, antes de que pase más tiempo debemos remediarlo. Si tú empiezas a desfallecer, después lo hará el otro y más tarde el de más allá. Esto es una cadena de emociones que los humanos os transmitís unos a otros. Por eso, antes de que la oscuridad invada tu vida y se extienda de nuevo por el mundo, hemos de ir a buscar la inspiración para que los colores vuelvan a tu realidad.

Carmesina miraba de reojo al gato que le hablaba. Sinceramente, no entendía nada, incluso aún dudaba de si todo aquello era verdad, pero tampoco tenía ganas de llevarle la contraria ni de cuestionar la realidad. Era tal su desazón que no era capaz de establecer una batalla dialectal, ni consigo misma ni con los demás. Sólo una cuestión dejó volar:

–Pero Gato Negro, ¿qué me ha ocurrido? ¿Por qué la inspiración se me ha escapado y ni siquiera los colores me despiertan ya alegría?

–Eso es lo que tendremos que tratar de averiguar, Carmesina. Ya sabes que hay muchas cosas que tú no conoces…

Entonces Carmesina recordó aquella frase que tanta rabia le daba y, aunque le hizo gracia, la voluntad no la acompañaba:

–No sé si tengo ganas, no sé si quiero, Gato Negro. ¿De qué me servirá averiguar si ya no tengo ganas de colorear?

–Entonces eso tendremos que ir a buscar: las ganas de pintar y la inspiración que voló.

–Por mucho que me digas, no creo que eso ocurra, no creo que yo pueda. Además, qué más da si todo el mundo parece brillar con auténtica intensidad.

–Es más sencillo de lo que parece. Sólo tendremos que dar una primera pincelada. El resto ya llegará y yo estaré allí para ayudarte. Además, no creas que todo lo que brilla es real –le sugirió suavemente Gato Negro.

–¿Una pincelada? ¿Tú sabes lo que me pides? Ahora eso me resulta imposible… –replicó entre crispada y apenada.

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–Déjame ayudarte, Carmesina –le rogó dulcemente Gato paseándose entre sus piernas.

Carmesina se mantuvo pensativa unos segundos y luego se atrevió a preguntar:

– ¿Y cómo sabremos que todo ha pasado?

–El día en que en lugar de con un no o un pero, me contestes con un sí potente.

Carmesina se quedó callada. Se sentía derrotada y con las ideas poco claras, así que decidió dejarse llevar porque era incapaz de pensar.

– ¿Preparada para dar la primera pincelada? –quiso saber Gato Negro.

Sin esperar contestación, le ofreció a Carmesina uno de los lápices de colores que se le había caído en el alféizar de la ventana y le propuso lo siguiente:

–Dibuja una puerta en la lámina.

– ¿En la lámina de Serafín? –preguntó extrañada Carmesina

Gato Negro le confirmó que sí con su cabeza de pelaje oscuro. Ella, con desidia, giró la hoja y por la parte en blanco dibujó tres líneas desganadas que se asemejaban al marco de una puerta. A continuación, soltó el lápiz y, en ese momento, sin tiempo a nada, Gato Negro agarró con su zarpa la mano de Carmesina y enroscó su cola alrededor de las piernas de ella. Se arrastró en un gesto rápido hacia la lámina, tirando de Carmesina, y en un visto y no visto, ambos se introdujeron por la puerta dibujada, dejando la habitación en silencio, nocturna y con un único testigo: el lápiz que había servido para abrir aquel pasaje hacia rumbos desconocidos.

Ilustrado por Desiree

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Abrió su ojo izquierdo sin recordar nada y al alzar la vista lo primero que vio fue un cielo de tonalidades azules y malvas. Aún algo aturdida, Carmesina se enderezó y

a su lado vislumbró un árbol, pero no era un árbol cualquiera, sino el árbol que ella había dibujado para Serafín. Allí estaban sus hermanastros, los pájaros rubios, y algo más escondido, descubrió a Gato Negro cuchicheando con alguien. Carmesina se puso

en pie y avanzó hacia el felino, para descubrir que con quien conversaba en voz muy baja era el famoso Serafín. Carmesina se restregó su único ojo y volvió a mirar tomando distancia. No había duda: esos cielos, ese árbol y sus pájaros y, sobre todo, ese Serafín era el que ella había imaginado y dibujado a partir de los cuentos de su amigo Gato Negro. Perpleja, corrió hasta donde estaban.Carmesina.

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– ¿Serafín? ¿Serafín, el Desafinado? –aventuró

–El mismo –admitió éste y se puso a piar tan mal como pudo para demostrar su identidad.

Carmesina y Gato Negro se taparon los oídos y, al ver que el ave proseguía incordiando con su canto, Gato Negro se puso en actitud felina, demostrándole que, si quería, él podía acallar ese piar con sus afiladas zarpas. Al ver la actitud desafiante de Gato Negro, instantáneamente, Serafín dejó de cantar. En ese momento, Carmesina, aún alucinada de estar dentro de la lámina, se acercó al pajarito y le acarició las alas.

–Muchacha, ¿por qué me tocas las plumas?

–Entiéndela, Serafín: está sorprendida de descubrir que eres real y no un cuento más –dijo Gato Negro.

– ¡Ah, los cuentos y los humanos tenéis una relación tan extraña! Sí, señorita, soy Serafín, el Desafinado, para cantarle a usted lo que le plazca. No obstante, debo advertirle de que aunque ahora me reconozca y me valore más, sigo cantando igual de mal, como ha podido comprobar.

Carmesina sonrió ante el comentario del vivaracho Serafín, y Gato Negro soltó:

– ¡Quién te ha visto y quién te ve! El parajito triste que siempre se compadecía de sí mismo…

–Ésos eran otros tiempos, minino. Ya sabes que mis aventuras con los subepalos australianos y mis historias con los pájaros carpinteros tiroleses me hicieron reconocerme. En cualquier caso, ¿puedo saber qué os ha traído por aquí?

–Hemos venido a buscar algo que Carmesina ha perdido por el camino del día a día.

–Pues habéis venido al mejor lugar. Soy experto en recuperar… especialmente, aquello que los humanos perdéis.

Carmesina, sin entender nada, interrumpió:

–¿Puede saberse de qué estáis hablando?

–¡De recuperarlo! –contestaron Gato Negro y Serafín al unísono.

–Pero ¿el qué? ¿La inspiración? –insistió Carmesina aún más intrigada.

– Tal vez… Nosotros lo sabemos, pero ahora tú debes averiguarlo –respondieron de nuevo al unísono.

–¿Y cómo voy a buscar algo si no sé lo que es exactamente? –se quejó Carmesina–. ¡Qué cosa más absurda!

–No, de absurda nada. Hay muchas cosas que hasta que no las recuperas no se sabe exactamente qué eran –repuso Serafín.

–Perdonad, pero creo que en vuestro mundo de cuentos las cosas no funcionan como en la realidad…

–replicó una ofuscada Carmesina.

– Precisamente por eso, Carmesina. Tú déjate llevar y ya verás… La intuición suele llevarnos más lejos que la razón –le sugirió Gato Negro–. Además, ya te lo he dicho otras veces…

–«… hay muchas cosas que tú desconoces, Carme-sina» –dijo la muchacha imitando a Gato Negro con su frase habitual.

Y aquel día, en el mundo de Serafín, transcurrió sin demasiadas estridencias cromáticas y Carmesina se fue a dormir sin saber aún qué hacía allí.

De repente, un piar estruendoso la despertó. Antes de abrir su ojo, pensó en que, tal vez, aquello de la visita de Gato Negro y el viaje a la lámina de Serafín había sido un sueño extraño. Sin embargo, al desperezarse y quitarse las legañas de su único ojo, Carmesina tomó conciencia de que todo era real: otra vez estaba bajo aquellos cielos azules y malvas, y aquel trinar era el de Serafín.

Poniéndose en pie, se acercó de nuevo con los oídos tapados hacia el lugar donde se encontraba el pájaro, amenazado por las zarpas de Gato Negro. Estaba claro que, ya fuera en la realidad o en los cuentos, felinos y aves mantenían sus diferencias. Al verla, Serafín cerró su pico y revoloteó hacia ella.

–Buenos días, Carmesina. Tengo un regalo para ti. Creo que puede ayudarte. –Y, acto seguido, le ofreció una hermosa caja de pinceles de todos los tamaños.

Carmesina, nada más verlo, dijo que no podía aceptar el presente y se fue corriendo a esconderse bajo el árbol. Por primera vez en mucho tiempo, la tristeza de la muchacha afloró por su ojo. Ante tal escena, Gato Negro se acercó a consolarla y le preguntó el porqué de su reacción. Ella contestó escuetamente:

–Alguien que es incapaz de pintar no merece tal regalo.

Y se pasó el día bajo el árbol, arrancando lágrimas del alma, que Gato Negro le enjugaba hasta que ambos cayeron rendidos bajo la luna plateada.

«Píoooo, píoooo». Otra vez, el gorjeo desafinado volvió a despertar a Carmesina. Seguía allí metida, en aquel mundo de Serafín, sin saber qué debía hacer, pues si allí había de hallar la inspiración ella no sabía encontrarla. Y otra vez como el día anterior, el estornino se acercó a ella y le ofreció un presente:

–Buenos días, Carmesina. Como el regalo de ayer no te gustó, tengo otro para ti: el cuaderno más hermoso que hay en el mundo de los cuentos. ¡Es ideal para pintar!

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Carmesina observó a Gato Negro y en esta ocasión no se puso a llorar, pero se fue de aquel lugar molesta por la insistencia. Y aquel enfado duró todo el día, incluso se prolongó hasta el siguiente amanecer. Y, cómo no, de nuevo el «píooo, píooo». Esta vez, Carmesina no abrió su único ojo. Sabía perfectamente dónde estaba y lo que iba a suceder. ¿Para qué despertar? Al menos en sus sueños vivía más en paz.

Sin embargo, Serafín se posó en su hombro.

–Buenos días, Carmesina. Como los regalos de ayer ni de anteayer te gustaron, hoy…

–¡Basta ya, Serafín! –gritó enrabietada. Vete con tus regalos a otra parte. Si no hay inspiración, de qué me sirve tener todos esos instrumentos. ¿No te das cuenta de que no merezco nada de esto?

–¡Claro que te lo mereces, sólo es cuestión de creértelo! –Y el pajarito, dejando los regalos junto a ella, se fue, porque aquella actitud de Carmesina no le había gustado ni una pluma.

Ésta, con el disgusto de haber echado a Serafín pero con la curiosidad propia de los felinos –seguramente por ósmosis con su compañero de viaje–, abrió la caja de lápices y pinceles. ¡Nunca había visto nada igual!

Allí había por lo menos cien colores diferentes y pinceles de todo tipo. Y mientras los acariciaba, pensó en las palabras de Serafín sobre el merecer y el creer y empezó a recordar la historia que varias veces le había explicado Gato Negro sobre el propio pajarito. Y pensando y acariciando el contenido de la caja volvió a dormirse mientras la noche caía sobre los cielos azules y morados.

Con los primeros rayos de luz, Carmesina despertó de su letargo. Junto a ella, a sus pies, Gato Negro dormitaba también. Esta vez no le hizo falta oír ningún piar. Se incorporó al día y buscó por los

alrededores a Serafín. Lo halló junto a una pájara como si de un casanova se tratara.

–Perdona, Serafín, no quería interrumpir, pero creo que he entendido lo que tengo que buscar.

Y el estornino le dio un pico a la pájara que le acompañaba, despidiéndose de ella, y bajó a hablar con la muchacha.

–¡El valor propio! –contestó con energía Carmesina–. Pensaba que aquí estaría la inspiración, pero, para encontrarla, antes debo hallar el valor personal que se me escurrió con tanta comparación. No me di cuenta de que siempre me menospreciaba por mi parche, por mi falta de inspiración, mientras los demás parecían brillar. Y entonces recordé tu historia y entendí por qué estoy aquí.

–No importa que sólo tengas un ojo, que seas negro, que no puedas cantar melodiosamente o pintar láminas de colores. Lo importante es descubrir quién es uno mismo y, en ese instante, encontrarás tu lugar en el mundo. Lo demás ya llegará, hasta la inspiración volverá –le contestó un sabio Serafín.

–¡Claro! ¡Como en la historia del Patito Feo! ¡Tú eres como él! – respondió Carmesina.

–¡Qué pesados sois con esa comparación! ¡No soy el Patito Feo! Él simplemente creció y descubrió sus verdaderos orígenes. Yo estoy por encima de esas cosas tan simples –declaró con orgullo –. Yo, Serafín, el Desafinado, tomé las riendas de mi propia vida, me aventuré por otros mundos y sólo cuando supe quién era, encontré mis auténticos orígenes.

Y al piar ese discurso, sin apenas despedirse de Car-mesina, voló como pichón presumido, seguramente en busca de otras féminas a las que enamorar.

En ese momento Carmesina comprendió que no podía quedarse allí sentada esperando. Ella también debía tomar sus propias decisiones. Como si le adivinara el pensamiento, Gato Negro, le preguntó:

–¿Estás preparada para iniciar tu viaje?

Carmesina cogió los lápices, el cuaderno y los pinceles que le había ofrecido Serafín y los guardó en la mochila junto con una chispa de coralina autoestima. No era mucho, pero al menos le serviría para ir en busca de más.

Mientras tanto, Serafín, que se había posado en una rama bien alta, por encima de los demás, recibió una visita enviada por el Consejo de la Imaginación y los Cuentos: una antigua conocida, la Garza.

–Serafín, Serafín… –le dijo la Garza–. Está muy bien eso de quererse, pero vete con cuidado porque estás contagiándote de soberbia humana.

Y el pájaro agachó la cabeza y la escondió tras el ala, avergonzado de su propia actitud. Una cosa era valo-rarse y otra, ensalzarse perjudicando a los demás. Él no era más ni menos que el Patito Feo. Simplemente, eran historias diferentes. La Garza tenía otra vez razón: siempre había cosas que aprender. Y, así, entre las plumas de su ala, remendó su error y vio cómo Carmesina y Gato Negro emprendían viaje. Un único deseo tuvo para ellos: que fueran con cuidado con Desidia.

Ilustrado por David

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Con aquellas primeras motas de color, Carmesina y Gato Negro siguieron aquel camino que habían emprendido. El hecho de no tener un rumbo fijo no ayudaba a

recorrerlo. Ninguno de los dos quería expresar sus grises dudas por miedo a desanimar al otro, pero estaba claro que, si dependían de su intuición, quizá ése no era el mejor momento para que la dejaran actuar. En efecto, ésta aún permanecía algo aletargada

por la costumbre diaria; sin embargo, decidieron apostar por ella. Así que siguieron caminando sin rumbo ni destino concreto por lugares conocidos y desconocidos, intentando hacer caso a aquello que se conocía como sexto sentido. Subieron por dunas blancas, caminaron por tierras rojas y se mojaron los pies en azules riachuelos. Y un cierto agotamiento se apoderó de sus cuerpos, especialmente, del de nuestro amigo Gato Negro.

Además, a medida que andaban, Gato Negro tenía la sensación de que algo los seguía a poca distancia. No obstante, nada díjole a Carmesina, pues temía que ésta se asustara ahora que parecía dispuesta a seguir con su particular viaje en busca de la inspiración.

Así, era habitual que a cada tres pasos, Gato Negro se girara buscando ese algo que notaba. Pero allí no parecía haber nada. Lo que él no sabía era que ese algo sí existía, pero en realidad no estaba detrás de ellos, sino en otro lugar.

Carmesina no parecía percatarse de los temores de su amigo; lo que sí percibía, en cambio, era que éste cada vez andaba más lentamente, arrastrando las garras traseras y con la cola entre las patas. ¿Qué le ocurría a Gato Negro? «Nunca lo había visto así», pensaba la muchacha.

En el mundo de la imaginación, allí donde habitaban los demás personajes de otros cuentos y relatos, empezaron a darse cuenta de que algo le pasaba a Gato Negro. Salero, su mejor amigo y escudero de aventuras, enseguida intervino porque entendía lo que ocurría:

–Pobre Gato Negro, está sufriendo algo muy propio de los humanos. De tanto estar en contacto con el mundo real, era algo que podía pasar.

Los demás personajes preguntaron angustiados, al unísono:

–¿El qué? ¿Qué está ocurriendo?

–La pereza está apoderándose de él. ¡No ha sido una buena idea enviar a Gato Negro! ¡Ya se sabe que los felinos son propensos a estos males! ¿Qué gato no es perezoso por naturaleza?

Otro personaje de cuento, el maestro oriental Chew Wang, intervino:

– Gato Negro no es como los demás. Tiene una misión y no puede permitirse caer en las redes de Desidia.

Pero a esas alturas, Gato Negro ya parecía prisionero de ella. Como si se tratara de una especie de telaraña, había ido enredándose en su alma, de manera que pasaba más tiempo dormitando que caminando.

Carmesina intentaba animarlo, cantarle y tirar de él cogiéndole por el pellejo, pero Gato Negro siempre le contestaba: «Carmesina, por favor, déjame dormir un poquito más».

La muchacha, desesperada, no sabía qué hacer. ¿Cómo iba a seguir su camino si su acompañante parecía estar abandonándola? Tal era su desazón que se preguntaba en más de una ocasión de qué servía aquel esfuerzo si nadie le garantizaba recuperar la inspiración anhelada. Contrariamente, cada vez le empezaban a apetecer más aquellos sesteos junto a Gato Negro.

Así ocurrió que, a la mañana siguiente, al clarear el día, no se levantaron. Ni siquiera se movieron de posición y siguieron en los brazos de Morfeo, hipnotizados por el encanto del sueño. Ni abrieron los párpados ni se llevaron una migaja al estómago. Por eso, no se percataron de que una figura informe y muy escuálida, de larga cabellera, se les había acercado. De entre los mechones de sus cabellos extraía un hilo, cuasi transparente a la vista, pero resistente como la rafia, con el cual les constreñía sus vidas.

Desde el mundo de los cuentos, Salero pidió ayuda al maestro:

–Debemos hacer algo; si no, jamás volveremos a ver a Gato Negro y a la niña humana.

–Intervenir no debemos, en ellos está vencer a Desidia. De nada serviría que cortáramos los hilos si luego han de volver a sentir lo mismo. Carmesina y los humanos, como ahora Gato han de comprender que sólo ellos pueden superar esa pesadumbre.

–Pero si supieran su destino, qué camino seguir, eso les facilitaría las cosas… Sabrían por qué luchar -sugirió Salero.

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–Ése es el reto que hay que superar, Salero –contestó el maestro–. No siempre hay objetivos claros, no siempre hallaremos el camino llano, pero debemos aprender a romper ese hilo que, a veces, nos ata de pies y manos, incluso para hacer aquello que más nos gusta sin esperar nada a cambio.

En ese tejemaneje estaba Desidia, pasando hilos en torno a los cuerpos de ambos, cuando rozó la mochila de Carmesina. Sólo fue un leve tintineo de lápices, muy sutil, casi inapreciable para alguien tan dejado como Desidia, pero no para Carmesina. ¡Alguien estaba tocando sus pinceles! Abrió su único ojo y con espanto vio frente a ella a aquella figura informe, que parecía humana, pero que no lo era, que podría ser animal, pero que tampoco se identificaba con ningún ser vivo conocido.

En ese momento, Carmesina quiso gritar, pero la voz no le salía. Quiso desenredarse, pero apenas podía moverse. Quiso despertar a Gato Negro, pero éste estaba demasiado dormido. Aun así, algo debía hacer. «Carmesina, piensa rápido, piensa rápido», se decía a sí misma. Pero ningún plan se le ocurría a su mente atorada. Tal vez, era mejor dejarse llevar por ese sopor… Así, volvió a cerrar su ojo, perdiendo la conciencia.

Sumida en esa espesa nada empezó a recordar algo, un color: un rojo intenso, casi púrpura. ¿Cuándo había visto ella ese color? Tenía la sensación de que había sido antes de que Gato Negro apareciera en su vida. Mucho antes de que ella misma empezara a empapelar la ciudad con dibujos de colores que habían ayudado al resto de los mortales a despertar

la alegría y la ilusión. Incluso mucho antes de que ella hubiera descubierto que en los pinceles restaba su esencia. Y con ese afán por buscar y entender, abrió su ojo con brío para salir de aquella nada sin sentido.

Al despertar, Carmesina se descubrió a sí misma en un húmedo y lóbrego lugar, una oscura guarida a la que Desidia los había arrastrado. El ser informe ahora yacía dormido a cierta distancia, haciendo honor a su nombre. Por tanto, si tenían que huir, ése era el momento. Carmesina, sin dejar de echar-le el ojo a Desidia, empezó a quitarse los hilos que la apresaban. Tenía que descubrir qué era aquel color rojo, de dónde procedía, cuándo lo había visto antes. Y aquel objetivo le daba fuerzas y energía para qui-tarse el resto de hilos. Sin perder de vista a su ene-migo, la muchacha se liberaba de aquella trampa. Y al pensar en el rojo, no pudo evitar imaginar otros colores como los verdes de los prados que rodeaban su ciudad, el dorado de las playas de Asia, el granate de las tierras de África… Y pensando en colores y despojándose de los últimos hilos que le quedaban, se acercó a Gato con precaución de no despertar a Desidia.

La muchacha empezó a desenredar la madeja que ahora era el cuerpo del gato, pero los hilos eran pegajosos y se enganchaban en el pelaje del animal. En voz muy baja, casi susurrando, Carmesina le suplicaba:

–¡Gato, vamos, espabílate! Desidia se ha dormido y a ti te toca despertar.

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Pero Gato Negro no respondía. Seguía inerte y sin escuchar nada. El desespero de Carmesina iba en aumento. Lo zarandeaba, intentaba liberarlo de aquella telaraña, pero en vano: parecía enmarañarse más.

Salero, el maestro y los demás observaban a distancia la escena con auténtico espanto pues Desidia parecía inquietarse en su propio sueño.

Y entonces Carmesina pensó que si ella había encontrado un mínimo objetivo en un color, habría algo que gustara especialmente a los gatos. Por ello empezó a susurrarle sobre dulces caricias y ronroneos, sobre rutilantes soles bajo los que tostarse el pelaje, sobre largos sesteos, pero no era suficiente. ¿Qué le gustaba a Gato Negro? ¿Cuál era su objetivo? ¡Aún no lo conocía lo suficiente! Y Desidia bajo su sueño vigilaba a sus presas.

Gato cada vez inhalaba menos vida. Parecía ir ahogándose en aquella maraña de pereza ante la cual Carmesina no sabía cómo actuar. Temiendo lo peor y con la sombra de Desidia tras ellos, Carmesina cogió entre sus brazos a aquel ovillo de hilos y pelos negros en un intento de insuflarle cariño, de susurrarle palabras en sus últimos momentos.

Pero la respiración del felino se debilitaba… Y Desidia parecía cada vez más inquieta, a punto de despertarse de su propio sueño.

En ese mismo momento, Carmesina percibió un sonido gutural procedente del gato. «¿Un último suspiro?», pensó la muchacha, a punto de caer vencida por la tristeza. Pero ocurrió algo. Aquel sonido que la muchacha había interpretado como anuncio fatídico en realidad era el ronroneo de Gato que volvía a la vida. Con el tacto y las dulces palabras de la muchacha, despertó para, con la ayuda de sus cuatro zarpas y las dos manos de Carmesina, ir desliándose. Al cabo de un rato, el animal consiguió estirar su cuerpo con la sensación de liberarse completamente, incluso de aquellos hilos que habían rodeado su alma. En agradecimiento, paseó amoroso entre las piernas de Carmesina, pero ella no quiso dar rienda suelta a su emoción. Algo la retenía y se quedó con las ganas. Simplemente, le acarició la cabeza a su amigo y le dijo bien bajito:

–¡Vámonos, Gato, antes de que Desidia se despierte! Además, ya sé dónde quiero ir.

–Pues ya conoces lo que debes hacer.

Sin embargo, había un pequeño problema: ellos no tenían los pinceles y las láminas de Carmesi-na. Desidia, presa de su rabia, había cogido los instrumentos de la muchacha para esconderlos bien cerca de su cuerpo. Así que, si querían pro-seguir su viaje, deberían aproximarse a ella y quitarle lo que les pertenecía.

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Gato, que era rápido y sutil, tomó las riendas de la situación y se acercó sigilosamente a aquella bestia que emitía pavorosos ronquidos. Con la cola inflada, saltó por encima de Desidia y tomó con su boca y sus zarpas los lápices y el cuaderno, mientras a cierta distancia Carmesina padecía observando el riesgo que su amigo estaba corriendo. Al volver a saltar por encima del cuerpo de Desidia, ésta refunfuñó en sueños asustando a Gato, quien dejó caer de su boca uno de los lápices. Carmesina y el felino entraron en pánico. El lápiz empezó a deslizarse por el suelo hacia donde la escuálida figura se hallaba. De repente, topó con su cuerpo y Desidia emitió un gruñido. Sin embargo, al momento, se volvió y siguió durmiendo.

Entonces Carmesina y Gato, aliviados, se distanciaron, la muchacha cogió una hoja en blanco, alzó uno de los lápices que le había regalado Serafín, de un curioso color ocre terroso, y observó la punta afilada. Al momento, empezó a dibujar algo que parecía un río mientras Desidia, en el otro extremo, ahora sí despertaba de su sueño. Carmesina al percatarse,

aceleró el ritmo de sus trazos, bosquejando en la lámina un puente y algunos edificios. En ese justo instante, Desidia se desperezó con movimientos lentos y flojos como su propia alma, se puso en pie y vio que sus presas se habían liberado y, además, estaban utilizando los pinceles y los colores. Gruñendo, corrió hacia ellos. Gato azoraba a Carmesina y ésta, nerviosa, trazó dos últimas líneas en la lámina.

–¡Saltemos a la inspiración! –exclamó Carmesina.

Y, cogiéndose mano y pata, saltaron hacia esa lámina, hacia ese lugar, en que Carmesina había depositado toda su ilusión, mientras Desidia se acercaba poseída por la rabia. Pero esta vez no pudo atraparlos: Carmesina y Gato Negro habían logrado huir a tiempo.

Desde la distancia, todos los personajes de cuento respiraron tranquilos al ver que los hilos de Desidia no habían alcanzado a los protagonistas, aunque nunca se sabía: éstos podían aparecer cuando menos lo imaginaran.

Ilustrado por David

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Nada más poner los pies en el nuevo lugar al que habían viajado, Gato Negro se percató de que el suelo estaba adoquinado. Un pequeño detalle sin importancia, si no

hubiera sido porque empezó a detectar otras cosas que lo sorprendieron: no parecían existir las farolas de luz artificial, ni los coches, sólo carruajes y caballos, y todo tenía un aspecto diferente al del mundo actual. Justo cuando estaba a punto de preguntar dónde se encontraban, Gato Negro acabó de sorprenderse al ver a personas vestidas a la antigua usanza.

–¿Te gusta, Gato? –preguntó una entusiasmada Carmesina.

El felino, mirando a su alrededor, preguntó:

–Pero ¿adónde hemos llegado, Carmesina?

–¡A la ciudad del arte! –contestó la muchacha mientras se apartaba para dejarle ver–. Estamos en Florencia, la ciudad con más artistas por metro cuadrado de la historia. Seguro que aquí puedo encontrar la inspiración.

Mientras Carmesina le hablaba de las mil y una maravillas de Florencia se aventuraron por sus callejuelas hacia algún lugar que sólo ella conocía. Era bien curioso porque, aunque parecía muy dispuesta a llegar a su destino, no podía evitar pararse y contemplar la belleza que la rodeaba. Pasaron por el Duomo, pararon en la Loggia del Porcellino, cruzaron por la estrecha vía Calimale y llegaron hasta la Piazza de la Signoria. Todo era tan milimétricamente perfecto que nada sobraba, nada faltaba. Y una emoción indescriptible le sobrecogía el alma.

Después de recorrer la ciudad y a punto de llegar al río Arno, Carmesina y Gato Negro se plantaron delante de un imponente edificio.

–Aquí está la inspiración, gatito. ¡Ésta es la famosa Academia, donde todos los artistas se reúnen para trabajar!

Carmesina y Gato Negro intentaron abrir la puerta, pero estaba cerrada. Sin desanimarse, ella descubrió una ventanuca observando la fachada. Desde allí llamó a Gato, que estaba sentado en la puerta, y le propuso colarse por aquella rendija. Cogiéndole por el pellejo, ambos penetraron en la Academia, aun sabiendo que aquello no estaba bien, pero la necesidad se impuso al miedo. Una vez dentro, cruzaron pasillos y subieron escaleras. Recorrieron salas y salas llenas de pinturas y esculturas, pero allí no había nadie a quien preguntarle por la inspiración. Al final del recorrido, encontraron una gran habitación llena de caballetes y pinceles. Carmesina miró a su alrededor, pero allí tampoco había síntoma de vida. Sin embargo, de repente, unas risitas se oyeron. Gato Negro, de oído fino, se percató del sonido, pero, aún algo aturdido por tanta belleza, pensó que éste era fruto de su imaginación. Cuando ya estaban a punto de salir de la sala, Gato Negro oyó de nuevo aquellas risitas y esta vez fue en busca de su origen. Corriendo como si fuera a cazar, se dirigió a una mesa donde se disponían los pinceles y paletas. Y, al llegar allí, un grupo de criaturas aladas salieron de entre los pinceles y volaron por la estancia. Al ver aquel revuelo, Carmesina cayó asustada,

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mientras un torpe Gato intentaba apresarlas. No fue capaz de hacerlo y la muchacha, asombrada por el espectáculo de color, le pidió que las dejara.

Las criaturas aladas, casi etéreas, al ver que no serían atacadas, se tranquilizaron y descendieron para ver de cerca a los recién llegados.

–¡Mirad, es una aprendiz! –señaló una de ellas.

–Sí, sí, tiene sus pinceles dentro de la mochila –ratificó otra.

–Pero no nos gusta tu compañero negro –susurró la siguiente, mientras Gato Negro se mantenía a la expectativa.

Prosiguieron cuchicheando, pero Carmesina, que no con-seguía entender qué decían, las observaba con su pupila dilatada. Finalmente, logró articular palabra:

–¿Quiénes sois?

Y todas al unísono contestaron:

–¡Las musas!

Al oír esa palabra, Carmesina pensó rápidamente en las musas que inspiraban y sabía que ellas podrían ayudarla. Emocionada les anunció:

–Es a vosotras a quién estaba buscando.

–¿Y por qué nos estás buscando? –preguntaron todas a la vez.

–Porque yo antes pintaba, pero un día la inspiración se me fue y desde entonces no logro dar color ni a una sola lámina –expuso una esperanzada Carmesina ante aquel encuentro.

Entonces todas las musas revolotearon y se posaron en su cabeza para darle ánimo y regalarle unos mimos. Y Carmesina, que estaba desalentada, se dejó tocar y animar, aunque no era habitual que ella se dejase acariciar.

–Nos gustaría ayudarte –dijeron todas a la vez– pero nosotras ya inspiramos a otros artistas, y no podemos ayudarte, pues se agotaría nuestra energía si inspiráramos a todo aquel que nos lo pide.

Y al oír esas palabras, el semblante de Carmesina se tornó sombrío, y algo cuasi incontrolable se removió en su interior. Así que cuando las musas estaban desprevenidas consolando a la pobre Carmesina, ésta intentó atrapar a una de ellas con la mano.

–¡Tú te vendrás conmigo al mundo real y me ayudarás a darle color en profundidad! –gritó una airada Carmesina persiguiendo a la pobre musa.

La musa revoloteó y se dirigió hacia las otras mientras Carmesina saltaba y saltaba cada vez más alto para darle caza. Gato Negro intentó detener a su amiga, pero ésta parecía poseída. La muchacha perseguía a los alados seres, que huían en tropel. Un largo rato estuvieron así hasta que finalmente, cansadas de volar, las pobres no lograron remontar el vuelo. Aprovechando la ocasión, Carmesina las arrinconó en una esquina de la sala. Cada vez se acercaba más, ella era tan grande y las musas tan pequeñitas… Estaba a punto de atraparlas, cuando éstas utilizaron un arma con la que Carmesina no contaba: su voz, con la que insuflaban y dictaban a los artistas la creatividad. De este modo, las musas empezaron a gritar cada vez más y más fuerte. Tan y tan fuerte, que los oídos de Carmesina se resentían. Sabiéndolo, elevaron el timbre de voz, que se hizo cada vez más agudo, más agudo… Aquello era insoportable. Al final, Carmesina no pudo más y, tapándose los oídos, no tuvo más remedio que retirarse. Al verlo, las deidades volaron lo más alto que pudieron y callaron hasta desaparecer: Carmesina se había quedado sin nada.

–¿Por qué no has hecho nada, Gato? ¿No se supone que estás aquí para ayudarme? –increpó muy enfadada Carmesina, tanto que su ojo parecía inyectado en sangre, mientras arrinconaba al pobre felino–. ¡Esas que hemos dejado escapar eran mi buena suerte!

La cola de Gato Negro se erizó al verse arrinconado y con voz temerosa repuso:

–Ésas no eran tus musas, Carmesina y, por tanto, no podías atraparlas. Tu persecución era en vano.

Y no se atrevió a decir más. La ira dominaba a su amiga y era mejor dejar que se calmase.

Con cara de enfado, Carmesina salió de la Academia con Gato Negro tras sus pasos y desanduvieron el camino, pero, esta vez, con una Carmesina ofuscada porque supuestamente su intuición la había llevado a la nada. Sin un rumbo fijo, dieron tumbos hasta que algo les hizo detenerse: de los bajos de una casa, salía un olor exquisito a guisos y pucheros. Y entonces a Gato Negro se le abrió el apetito y con ello la boca, lo que lo impulsó a proponer:

–¿Y si paramos a comer algo?

Acto seguido, utilizando sus armas de minino, se puso a maullar suavemente junto a la ventana. Al momento, asomó el rostro de una anciana, quien miró con compasión al animal y, seguidamente, se cercioró de que junto a él había una muchacha.

–Oh, credo che questo bellissimo gatto e la sua compagna abbiano fame!

Y Gato hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. La anciana, que se llamaba Fiamma, les abrió la puerta y

les invitó a mangiare aquellos guisos que, con su sola fragancia, podrían despertar a los que se hallaban en el Hades. Ambos se deleitaron con lo que aquella anciana les había preparado. Si se habían sentido obnubilados con tanta belleza, aquella comida les producía todo un torbellino de sentimientos: la bistecca alla fiorentina les recordaba el sabor de la tradición, la ribollita imitaba el perfume del hogar, i cappelletti alle funghi porcini les traía el gusto de la tierra, el tiramisú les aportó el punto justo de dulzor… Y así, plato a plato, el desespero se transformó en algo mejor.

Y a medida que introducían una cucharada de sabor en su cuerpo, notaban como si todos los malos humores se esfumaran y una sensación de bienestar les inundara. Gato Negro, que devoraba los restos, se sentía sublimado –también ayudado por las gotas de lambrusco que había bebido– y no pudo evitar comentar:

–¡Esto sí es arte y no el resto de la ciudad!

–Chis, chis –le susurró Carmesina–. Fiamma te descubrirá. Recuerda que aquí los gatos no hablan.

Y mientras pronunciaba estas palabras, no pudo evitar pensar en el comentario de su compañero. Así que, aún digiriendo las últimas migajas, Carmesina se atrevió a preguntar a Fiamma:

–Fiamma, perdona mi osadía, pero ¿tú tienes una musa? Sólo con su ayuda podrías cocinar así.

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–No, nunca he tenido una. ¡Imagínate cuán desor-ganizada me dejaría la cocina si revoloteara entre la harina, las salsas y las cazuelas! –comentó riendo a carcajadas la anciana–. Pero hay otras cosas que me inspiran. Cuando estoy entre fogones y pucheros, descargo todos mis sentimientos, aquello que deseo, que anhelo, que he vivido mezclando el olio y el pecorino, las pappardelle y el pomodoro, los cappelletti con el tartufo… y así consigo desmenuzar las tristezas y transformarlas en sonrisas.

–Entonces, ¿cuál es tu inspiración?

–¿Mi inspiración? ¡La vida misma! Cada uno tiene su propio talento, una habilidad y para esa persona y para los demás es importante descubrirla. Una vez descubres cuál es tu propio talento, simplemente hay que ponerle pasión y dedicación. Y viviendo, la inspiración nunca te faltará para crear unos ricos platos, para pintar, escuchar o encontrar la palabra exacta para consolar.

Carmesina estaba del todo sorprendida de cómo a veces la vida deparaba pequeñas sorpresas y placeres allí donde menos se esperaba. Curiosamente no había encontrado lo que buscaba, pero había aprendido cómo la sencillez y la creatividad suelen encontrarse en lugares insospechados, en pequeños gestos, y no sólo en las grandes salas de pinturas y esculturas. Todo parecía ser cuestión de pasión y constancia.

–Si haces aquello que más te gusta y no te apremian las dudas en torno a tu valía, la musa o cómo quieras llamarla, acabará apareciendo. La mayoría de las

veces, la propia vida inspira; te lo dice una anciana, la vieja Fiamma, que ha vivido mucho y ha disfrutado más.

–Entonces, ¿no hace falta buscar y atrapar a una musa?

–¡Claro que no! Primero porque las musas no pueden atraparse. Ellas se acercan, pueden susurrarte durante un leve instante en que ves las cosas claras como nunca antes. Además, las musas existen, pero cuanto más las buscas, más se convierten en una necesidad y se van. Así de especiales son. Lo mejor que puedes hacer es apreciar tu don, trabajarlo, y la inspiración llegará de la manera más imprecisa que puedas imaginar. Puede ser en forma de ninfa, en forma de vida, de llanto o alegría. Lo que uno desea sólo aparece cuando uno hace aquello que de verdad quiere, cuando lo intenta y se arriesga.

–Pero si yo tengo claro cuál es mi don, ¿por qué no me acaba de llegar la inspiración?

–Tal vez te falte vivir... Además, ¿no existirá ninguna sombra en tu alma que te haga dudar?

Carmesina pensó en su realidad y en cómo luchaba entre los números diarios de su trabajo cotidiano y sus deseos de pintar. Cómo a veces libraba batallas contra su propia capacidad y habilidad.

–Quizá sí –admitió una Carmesina arrastrando las palabras pensativa–. Tal vez tengas razón, hace tiempo que hago equilibrios entre la razón y el corazón, y creo que por eso no llega la inspiración.

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–Ay, muchacha, muchacha, ése es el mal de la humanidad… –comentó Fiamma–. Pero yo conozco a alguien que sabe mucho sobre los equilibrios de la vida. Se llama Mila y es funámbula de un circo de París. A lo mejor ella podría ayudarte.

«¿Mila? Creo que ese nombre me suena», pensó Carmesina. Y, mientras intentaba recordar, Gato Negro guiñó un ojo a la vieja Fiamma, quien sonrió. La muchacha no se dio cuenta, pero alguien sí se percató.

Desde el mundo de la imaginación, el Comité de los Personajes de Cuento, que seguían atentos el devenir de los acontecimientos, alabaron la labor de Gato Negro y la picardía de haber parado ante la puerta de la vieja Fiamma, que todo lo sabe y todo

lo aprecia. Carmesina no la conocía, pero Fiamma era en realidad la gran musa, la gran llama de todos los artistas y creadores, capaz de escuchar e insuflar pasión y vida a los desdichados humanos para guarecerlos, hacerles descubrir sus habilidades y desarrollar sus dones.

Después de digerir las últimas migajas y cuando Gato Negro ya estaba saciado y recuperado de tanto exceso culinario, Carmesina supo que habían de continuar aquel viaje. Dibujó un puente y, al fondo, una gran torre de hierro que se elevaba hacia el cielo. Y lo hizo con los colores que se llevaba de aquella experiencia con las musas y la vieja Fiamma, el naranja vital y creador y el ámbar que le aportaba templanza frente a la ansiedad que arrastraba.

Ilustrado por Martuka

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Carmesina y Gato Negro llegaron vía lámina de dibujo a París justo antes del amanecer. El cielo en tonos cálidos parecía abrazarlos y darles la bienvenida a la ciudad. Tan

embelesados estaban con el día que despertaba que no se dieron cuenta de que, justo detrás de sus espaldas, el famoso circo La Folie recogía la carpa hasta la temporada siguiente. Tan bonito era el cielo que Carmesina, por primera vez en mucho tiempo, cogió con cierto ánimo los pinceles e intentó plasmar aquella sensación que la embargaba. Mientras tanto, Gato Negro se había apartado un poco, pues le había parecido oír los suspiros de una linda gatita que merodeaba por los alrededores.

Cuando Carmesina quiso darse cuenta, descubrió, en el otro extremo del banco, a un chico que escribía en un pequeño cuaderno. Miró de reojo y con curiosidad a aquel muchacho que tendría su misma edad. Éste pareció percatarse y también la miró tímidamente bajo su gorra de pana. Así estuvieron un rato,

escondiendo la mirada tras el gesto mal disimulado, hasta que ella notó que el tiempo apremiaba. Así que rápidamente recogió sus papeles y sus pinceles y llamó a Gato Negro, que no aparecía. El muchacho, curioso, le preguntó:

–¿A quién buscas con tanta insistencia?

–A un amigo mío… –contestó sin prestarle demasiada atención–. Necesito encontrarlo para ir al circo La Folie.

–¿Un gato negro es tu amigo? ¡Qué extraña eres!

Carmesina se volvió y apuntándole con un dedo le respondió algo alterada:

–Eh, muchacho, no juzgues a la ligera ni a Gato Negro ni a mí.

–Ni mucho menos quería juzgar, pero has de reconocer que no suele ser habitual este tipo de compañeros que, además, dicen que traen mala suerte.

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Y acabando de pronunciar esta frase estaba el chico cuando Gato volvió a aparecer y lo miró esquivamente, con las orejas hacia atrás como muestra de su disconformidad. Carmesina, molesta por el comentario anterior, replicó:

–A veces lo que piensa una sociedad no tiene por qué ser verdad. Y no estaría mal que tú tomaras nota en lugar de importunar.

–¿Por qué te pones a la defensiva? ¿Tanto he herido tus sentimientos? –preguntó el muchacho, sorprendido por la reacción de Carmesina.

Carmesina lo miró con enojo, frunciendo el entrecejo y apretando los labios, intentando reprimir el enfado.

–No me ofendes… pero simplemente… no me conoces.

–Pues entonces déjame conocerte –sugirió dulcemente el joven.

Ella sonrió levemente al oír el último comentario y su malestar se apaciguó. El chico prosiguió:

–Además, me sabe mal decirte que llegáis tarde, pues el circo La Folie ya ha partido.

Carmesina, otra vez algo ofuscada, se volvió hacia el chico y le preguntó airada:

–¿Por qué no me lo has dicho antes en lugar de tanto hablar? ¡Necesito ver a Mila! Es muy importante. Hemos venido aquí desde muy lejos.

–¿Mila? ¿Mila, la equilibrista? ¡La mejor funámbula de París! Ella es experta en hacer equilibrios entre razón y corazón. Aunque yo soy de los que piensan que en el punto medio entre ambos hallarás la solución.

Y arrastrando estas palabras, empezó a declamar con soltura unos versos, casi interpretándolos:

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Si no izas las velas, el viento, por fuerte que sea,

no podrá empujarte.Si no acaricias bien la brújula, el camino, por sencillo que parezca, podrás fácilmente errar.

Como la célebre fábula de la tortuga y la liebre. La liebre, toda ímpetu, toda cuerpo, confiada, ufana, orgullosa,

en breve halló su agotamiento.La tortuga, suma de corazón y cabeza, con confianza, razón y sentimiento, contra pronóstico llegó victoriosa.

Así los seres humanos deberíamos obrar: dos cucharadas de fe y otras dos de inteligencia, a nuestro cuerpo de café

y a nuestro aroma de esencia.

Y al escuchar aquella poesía, Carmesina se sorprendió por la sensibilidad de aquel muchacho que estaba entreteniéndola. Sin embargo, ella no quiso demostrar demasiado su admiración y más bien le llevó la contraria.

–Así que tú eres tortuga y ahora me dirás que el poema es tuyo, ¿verdad?

–¡Efectivamente! Es un poema hecho por una tortuga como yo –contestó él sonriendo.

–Un poema precioso, sin duda, pero siento decirte que yo no creo ni en la fría razón ni en la incontro-lable pasión, ni en el equilibrio de ambas… Yo prefiero guiarme por la intuición. Al menos, cuando la tenía… Así que sin intuición, Gatito, ¿qué haremos si Mila ya se ha ido? –preguntó una Carmesina desorientada.

– ¡Disfrutaremos de París! –propuso Gato Negro.

–Pero ¿y la búsqueda de inspiración? –señaló Carmesina.

–Recuerda lo que te dijo la vieja Fiamma: ¡vive y déjate inspirar!

Realmente, Gato tenía razón; tampoco estaría mal darse un respiro entre tanta aventura. Disfrutar y dejarse llevar. Y justo en aquel instante, Carmesina, como lanzando un reto y sin reconocerse a sí misma, se volvió hacia el muchacho y le preguntó:

–A ver, ya que parece que todo lo sabes… ¿Conoces bien esta ciudad?

El chico contestó afirmativamente y ella, intentando evitar el carmesí en sus mejillas, le propuso:

–Ya que quieres conocerme, ¿podrías acompañarme al Pont Neuf y enseñarme la ciudad?

–Sí, por supuesto, será un placer acompañarte y, así, descubrir qué se oculta tras esa fierecilla de mirada azul –dijo con zalamería mientras le cogía la mano con galante chulería y le daba un suave beso en su delicada mano.

Carmesina apartó su mano como pudo, mientras el muchacho se acababa de presentar:

–Por cierto, me llamo Marcelo, cuentacuentos y poeta de alma y corazón y, ojalá algún día, también de profesión.

Mientras se presentaban poeta y pintora, Gato Negro observaba la escena con una punzada de rabia cercana al corazón.

Con ese amanecer que despuntaba un mundo de po sibilidades, empezaron a recorrer la orilla de-recha del Sena, cruzando el Pont Neuf, mientras compartían confidencias. De ese modo, Carmesina supo que a Marcelo desde pequeño le encantaba jugar con las palabras, aunque tuviera problemas para hablar e incluso tartamudeara.

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Primero, las utilizó para contar cuentos entre sus compañeros de escuela. Más tarde, para elaborar piropos y conquistar a las damas. Luego, lo había intentado con la prosa sofisticada hasta que había descubierto la poesía, el más bello arte de expresar sentimientos. Por el momento, se mal ganaba la vida escribiendo poemas que vendía a turistas y a bohemios que apreciaban leer un sentimiento en verso. Desafortunadamente, cada vez eran menos. También supo que le gustaban la noche, los pequeños placeres y los pasteles de manzana. ¡Qué mezcla más extraña! ¡Incluso le había escrito una oda al mejor pastel de la ciudad! «¡Qué cosa más graciosa y estúpida a la vez!», pensó Carmesina con una sonrisa en la boca. Mientras tanto, Gato Negro les seguía los pasos más que nada como comparsa, pues la muchacha parecía estar muy ocupada con tanto descubrimiento. Después de un rato se sentaron en una cafetería a degustar un petit- déjeuner y Gato Negro intentó llamar la atención de ambos con todas las monerías de minino que conocía. Carmesina no se sorprendió, porque su centro de atención en otro lugar se hallaba.

Después de aquel breve descanso, siguieron caminando por la orilla izquierda del Sena hasta el Campo de Marte. Justo antes de llegar, Marcelo le tapó delicadamente con su mano el ojo a Carmesina. Ella se sorprendió del gesto, pero no se importunó. Se sintió extraña, alguien la tocaba, pero, en el fondo, incluso le gustó. Era la primera vez que alguien parecía no asustarse por el parche que cubría parte de su rostro.

–¡Ahora verás cómo subir hasta el cielo! –le anunció Marcelo mientras le invitaba a abrir el ojo que había tapado hasta entonces.

Al abrirlo, Carmesina descubrió frente a ella la torre que había dibujado, la torre de hierro que ligera se elevaba al cielo. ¡Qué pequeñita se sentía ante aquella inmensidad! Tan fascinante era la vista que ambos se pusieron de acuerdo –qué fácil parecía ponerse de acuerdo con aquel casi desconocido– y decidieron sentarse a observar el lugar y plasmarlo cada uno con sus habilidades: ella, con sus lápices y pinceles; él, con sus palabras y sus rimas. Aquello ya le pareció demasiado a Gato Negro que, si antes había sentido una chispa de rabia, ahora sentía cómo ésta se intensificaba. Tenía que recuperar su lugar. Intentó hacerse un hueco para descansar entre las faldas de ella, pero parecía demasiado ensimismada en su lámina. Gato lo intentó de nuevo, pero se encontró con otra negativa, al tiempo que descubrió el secreto de Carmesina: lo que estaba dibujando en la lámina no era la ciudad, sino un retrato del muchacho.

Gato Negro, ante tal revelación, se acercó al oído de Carmesina y le susurró:

–Creo que estás equivocándote. ¿Puede saberse por qué lo dibujas a él?

–La verdad es que no lo sé, simplemente surgió así –contestó mientras esbozaba una sonrisa que Gato

jamás había visto en sus labios.

Antes de levantar su improvisado campamento artístico, él quiso recitarle un poema que había

escrito en aquel instante. Con esa mezcla de chulería y sensibilidad que lo caracterizaba,

empezó a declamar los primeros versos:

¿Sabes? En el fondo,

en definitiva,

es bonito estar en mi

soledad ante ti.

Porque me siento increíblemente

humano, sublimado.

Porque es fácil que suceda

–mira, si no, la masa que nos rodea–,

el llegar a ignorar

cuál es la distancia entre ciertas miradas.

No sé cuál hay entre la tuya y la mía.

Tengo miedo de que esa distancia

me sea breve, escasa, tal vez nula.

Tengo miedo y no lo tengo.

De hecho, sólo temo

morirme sin que lo sepamos,

sin que me sepas ahí

–no sé cómo, pero estoy ahí.

Quisiera, al menos,

arrancarte un escalofrío,

una emoción, un gesto,

un latido, un segundo de tu tiempo.

Me he perdido. Esa distancia,

¿esa distancia...?

Carmesina escuchaba con deleite los versos de Marcelo, mientras todas las mariposas del mundo parecían revolotear en su estómago. Al acabar, él le pidió que le mostrara lo que había estado dibujando, pero ella no se atrevió a hacerlo:

–Tendrás que esperar. Todo llegará.

Y con esa promesa futura, se volvieron a perder por las callejuelas mientras seguían conociéndose y compartiendo unos extraños dulces franceses que Marcelo llamó con un perfecto acento parisino, macarons. Ella le explicó su historia con los colores y su vida actual. También le habló de su viaje en busca de la inspiración perdida, de lo que él se sorprendió:

–¡Pero si la inspiración está por todas partes! Mira a tu alrededor, cualquier cosa puede ser motivo de creación.

Carmesina le sonrió. «Cuánta razón tiene», pensó. Él también le contó que buscaba algo, desvelar la palabra más hermosa para definir la felicidad. Y Carmesina, tomándole el pelo, le contestó:

–Pero si la felicidad está en todas partes. Hasta la cosa más sencilla puede provocar felicidad. Mira si no ese perro, que se persigue su propia cola y de ese modo, simplemente, sin más, es feliz. ¿Por qué no podremos ser así?

Ambos sonrieron y Marcelo continuó explicándole que, como su propia búsqueda de la inspiración, la palabra que él anhelaba no era fácil de encontrar. Iba ciudad tras ciudad, visitando la biblioteca de cada

lugar, perdiéndose entre dichos populares y librerías de viejo, para lograr hallarla, y así llevaba tiempo sin encontrar nada. Había hecho miles de listas, pero ningún término era lo suficientemente evocador. Sin embargo, él no desesperaba porque sabía que esa palabra llegaría a su vida cuando menos lo esperara. «¡Qué muchacho más curioso! –pensó una embelesa-da Carmesina–. ¡Cómo me gustaría volver a tener esa visión tan templada y optimista de la vida!».

Gato Negro para sus adentros se reía de aquella búsqueda: «La palabra más perfecta. ¡Qué tontería! ¡Vaya utopía!». Pero, casi al instante, como si una vocecita le susurrara, se contestaba a sí mismo: «¿Qué me está pasando? ¡Desde cuándo critico y juzgo las búsquedas de cada cual!». Y, al momento, volvía a repetirse cada vez con más rabia: «¡¿Qué pensará este poeta?! ¡¿Que puede venir y atrapar con sus versos el aprecio de mi muchacha?! ¡Un simple embaucador!».

Caía ya el atardecer con sus tonos rosados y, ahora desde la parte más alta de París, desde el bohe-mio Montmartre, observaban a sus pies la ciudad iluminada. La luna llena ya aso-maba, redonda y resplandeciente, con su carita y su sonrisa di-bujada, al mismo tiem-po que las manos de ellos se buscaban

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sin buscarse, se tocaban levemente y las pupilas de Gato Negro se dilataban. Entonces, Marcelo le habló de Mila y Darío y de cómo se habían conocido y tiempo después habían vuelto a reencontrarse. De cómo la vida les enseñó a buscarse a sí mismos y cuando se habían encontrado se lanzaron a vivir lo que anhelaban, la pasión, el amor.

Pasión, amor… ¿Acaso se podía querer así, sin más, sin motivos o razones? ¿Podría ser verdad que aquello que habían vivido Mila y Darío fuera lo que ella estaba empezando a sentir? Y así, dejando de pensar, abandonando la razón, Carmesina fue acercándose al rostro del poeta. Cerca, cada vez más cerca. Una palabra susurrada de él. A continuación, una caída de párpado de ella. Una leve caricia de él. Una tierna sonrisa de ella. Y todo abocaba inevitablemente a un mismo destino: un beso. Beso sugerido, apenas, para empezar. Beso dulce, después. Labios que se rozan, labios que juegan a ir más allá. Beso apasionado, para acabar. Un estallido de colores en los sentires más profundos, prolongando los placeres, la extraña sensación de puertas que se abren, de perspectivas hasta ese momento desconocidas. Y el beso de un segundo parece eterno en aquellos instantes.

«¡No, no, no!» Tras las sombras de la noche, Gato acechaba convertido en un ser lleno de rabia. Transformado por los celos había dejado de ser él. «¡No, no, no! No estaban allí para eso. Su Carmesina, su Carmesina, ¿qué hacía en brazos de ese cualquiera?» De nuevo, la voz pacificadora susurraba: «No pienses eso. Debes dejarla libre». Pero la ira le podía: «¡No puedo permitirlo!». A medida que la ira le vencía, las garras de Gato se preparaban y las uñas afiladas

hacían acto de presencia. Así estaba, en actitud de atacar, cuando miró a Carmesina y, en lugar de lanzarse hacia ellos, se arañó a sí mismo, emitiendo un extraño y doloroso maullido, y huyó con la cola entre las patas.

Aquella reacción del felino interrumpió el mágico momento. Carmesina no entendía la razón de aquella huida ni su comportamiento extraño. Al ver el rostro de preocupación de ella, Marcelo le pidió a Carmesina que fuera tras él. No quería que perdiera a su compañero de viaje.

–Si tú quieres, mañana al amanecer os espero donde hoy nos hemos conocido. Tal vez, podamos buscar juntos lo que anhelamos… Pero ahora debes ir en busca de tu compañero.

Hubo un silencio. Carmesina no supo qué decir. El muchacho, ante su silencio, susurró:

–Ya ves, Carmesina, estoy haciéndote caso y sigo lo que me dicta la intuición, tal como me has enseñado…

Ella no podía creer lo que estaba oyendo. Alguien quería estar con ella. Abandonaría la soledad y viajarían juntos. Se besarían al amanecer y al atardecer y pasarían el resto de horas juntos, él escribiendo y ella pintando. Un escalofrío inundó su cuerpo de ilusión y deseo. Sin embargo, antes ciertamente debía ir en busca de Gato Negro y tratar de entender lo que le sucedía.

–Mañana nos vemos y te invitaré a un pedazo de pastel de manzana –prometió Carmesina despidiéndose de él con un sutil beso–. Y, además, te regalaré el dibujo que hoy he estado esbozando.

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Carmesina se adentró en el nocturno París con la sonrisa puesta en busca de la sombra negra de su gato. Corrió tras él, suplicándole que parara, pero sólo tras varias llamadas, Gato paró. La muchacha jadeante, tras la carrera, se agachó frente a él y, acariciándole la cabeza, le preguntó el porqué de aquella reacción.

–Carmesina, tú lo sabes, yo no soy así, mi instinto posesivo está jugándome una mala pasada… Lo siento, pero no soporto verte con él.

–¿Acaso no estarás celoso, Gatito? –preguntó ella sonriendo.

Y no hizo falta que le contestara porque la res puesta estaba clara. Gato Negro sólo se atrevió a sugerir:

–Desde que lo has conocido te has olvidado de que yo siempre he estado ahí.

Hubo un pequeño silencio, pero Carmesina enseguida reaccionó:

–Pero tú sabes que para mí eres especial, lo cual no significa que no quiera estar con alguien más. Te ruego me perdones, no quería importunarte, pero es que hoy ha sido un día muy especial, hoy he descubierto que soy capaz de desvelar sentimientos y de que alguien los desvele por mí… ¡De que alguien me quiera tal como soy!

Y al decir esto, se quedó quieta, como percatándose de sus propias palabras. «Alguien que me quiera…», el eco de su propia voz se filtraba por el entendimiento. Y en lugar de alegrarse, una gris sombra tornó pálido su rostro, nublándole la sensatez. Apartándose de Gato Negro, Carmesina levantó su rostro observándose en un escaparate:

–No, no puedo seguirlo. No podemos irnos con Marcelo. Nadie puede querer a una muchacha de mirada mellada. Seguro que estoy equivocándome, estoy malinterpretando sus palabras. Debo seguir sola mi camino...

En ese momento, Gato, apiadándose de su amiga, le preguntó:

–¿Qué te ocurre ahora, Carmesina? ¿Tienes miedo?

Dubitativa, pero con voz quebrada, ella contestó:

–No lo sé. Puede. Tal vez… Creo que tengo miedo de que me quieran… De querer. Nunca me han enseñado qué es eso y no sé si quiero aprender. ¡Vámonos, por favor! –suplicaba–. ¡Vámonos antes de que amanezca! ¡No podría volver a verlo sin querer estar junto a él!

– Pero sabes que si nos vamos estamos huyendo...

–Huyamos, entonces. Da igual. Sólo una cosa quiero hacer antes de partir de la ciudad.

Por una parte, Gato Negro, bajo sus bigotes, sonrió, pues al fin y al cabo la tendría para él solo, pero también sentía pena por la decisión tomada por la muchacha.

Bajo el cielo estrellado desanduvieron el camino hecho durante el día. Bajaron de lo alto de París, pasaron junto a la Torre Eiffel y el Campo de Marte, dejaron atrás la orilla derecha del Sena y el Pont Neuf y, al final, llegaron al banco donde habían estado aquella mañana. Una vez allí, Carmesina depositó algo sobre él, mientras los primeros rayos iluminaban tenuemente el Sena.

–Es el momento de irnos –anunció Carmesina.

–¿Adónde quieres ir? –inquirió Gato.

–Estoy completamente perdida. Dibuja tú, por favor… –sugirió ella.

–De acuerdo, iremos a buscar a alguien que sabe mucho de miedo y de enfrentarse a los retos. Esta vez, dibujaré yo, pero no puedes estar más así – y mientras le decía esto, Gato Negro le arrancó un hilo blanco que pendía del cabello de Carmesina.

–¡Mira lo que ocurre cuando te abandonas! Desidia aparece de nuevo.

Carmesina miraba absorta el hilo que le había arrancado, mientras Gato tomaba los pinceles con poca maña. Una mezcla de colores sin sentido se amontonaba en la hoja, formas extrañas que no se parecían a nada. Gato Negro no dejaba de rogar que aquellos garabatos sirvieran. Y ya con la última pincelada, recogió los bártulos y avisó a Carmesina que era hora de partir. Una última vez levantó la mirada la muchacha hacia el banco, hacia ese amanecer y hacia esa ciudad de la cual se llevaba el rosa amor y algo, aunque sólo incipientemente, de rojo pasión. Saltaron hacia la lámina y desaparecieron en ella, mientras ésta era arrastrada por la fresca brisa del día que despertaba.

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Marcelo se descubrió en la lámina y decaído se dejó caer en el banco. Otra vez había perdido la felicidad. ¿Lograría encontrarla algún día? ¿Volvería a ver a la muchacha? Y haciéndose estas preguntas, empezó a escribir unos breves tristes versos en su cuaderno.

La que observaba la situación, una dama vestida de negro, a la que en el barrio llamaban Mala Suerte, recogió la lámina que había dibujado Gato Negro y un solo pensamiento le vino a la cabeza: «Ay, Gatito, sombrío compañero, más vale que te dediques a orientar porque lo tuyo no es pintar. ¿Dónde aparecerán con este amasijo de colores sin sentido?».

Gracias por desvelarme la

dulzura de los besos, que es

más intensa que la de estos

macarons.

Este dibujo te lo había prometido.

Hasta siempre, Marcelo.

Sin embargo, alguien merodeaba con el alba por aquel lugar y observó a Marcelo llegar al banco donde debía

reencontrarse con Carmesina. Sin embargo, al llegar allí, encontró una lámina con una pequeña nota y dos macarons.

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«Lo que no se da, se pierde.»Proverbio hindú

Ilustrado por Martuka

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Calor. Un sofocante calor es lo primero que notaron Carmesina y Gato Negro. Un calor de esos que se pegan a la piel y casi entrecortan la respiración. Por

un momento, la muchacha pensó que tal vez era el calor de la pasión al recordar a Marcelo, que seguía rondando por sus pensamientos y, lo que era peor, anclado a sus sentimientos. Pero nada más lejos de la realidad. Al abrir los ojos, ambos notaron que estaban rodeados de mujeres y niños, que les observaban con auténtica expectación. Rápidamente, Gato se percató de que lo suyo no eran los pinceles, ni dibujar, porque allí no estaban Chew Wang ni tampoco las personas de ojos rasgados que pensaba encontrar. En su lugar, había otras de tez morena y ojos oscuros que sonreían al verlos. Una sonrisa limpia y amable como pocas veces habían visto, que les ayudó a no asustarse ante tanta presencia expectante. Algunas de aquellas mujeres y niños se les acercaban con gesto amable, ayudándolos a incorporarse y, en aquel momento, los dos compañeros de viaje se sorprendieron de la belleza y del color de todo lo que les rodeaba: desde los ropajes hasta los edificios, de los árboles al color de la tierra. Enseguida entendieron donde estaban. Sólo un lugar en el mundo podía desprender ese color: la tierra que había sido bendecida por Brahma, Shiva y Visnú y a la que se conocía como India.

Los niños de sonrisa clara les invitaron a sentarse en el corrillo con las demás mujeres y a compartir con ellos un chai, el dulce té indio. Gato Negro y Carmesina estaban maravillados ante tal espec-táculo de color, pero no sólo con eso, sino también con cómo las miradas de aquellas personas parecían tener un fulgor especial. Después del chai, algunos niños insistieron en enseñarles la aldea y, cogiendo de la mano a Carmesina, los llevaron casa por casa. Ella se sintió rara ante tantas atenciones prestadas y, especialmente, por aquellos niños que la agarraban con fuerza. Algo cohibida, apresada en su propia cárcel de temores, se dejó arrastrar por aquel torbellino inquieto que eran los chiquillos. A medida que entraban en cada vivienda, observando con detenimiento, Carmesina y Gato descubrían que aquellas gentes no poseían casi nada, apenas un cuarto como casa y alguna vaca. Sin embargo, en una de las sencillas viviendas, Carmesina descubrió algo más: un montón de pigmentos de colores. ¡Aquello era el súmmum para cualquiera que amara pintar! De entre todos ellos, le llamó la atención uno especialmente y preguntó cuál era ese color.

–El añil –le contestaron los pequeños.

Nunca había visto un color igual: un azul profundo, oscuro, que templaba el ánimo y aliviaba las penas.

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–¡Qué magnífico! -exclamó en voz alta Carmesina, untando uno de sus dedos en aquel pigmento.

–¿Sabías que el añil es el color que ayuda a abrir el tercer ojo? –le explicó uno de sus acompañantes. Y le pintó sobre la frente a Carmesina un punto redondo de color añil. Después prosiguió–: Una vez abres ese ojo, tu visión del mundo y de las cosas cambia para siempre.

–Nunca había oído nada similar –confesó Carmesina–. ¿Y tú, Gatito?

–¡Claro que sí! Si ya te lo tengo dicho: hay muchas cosas que tú desconoces…

Ésta lo miró molesta, pero el Gato no se calló y continuó diciéndole al niño:

–Así que píntale un buen tercer ojo, pero grande, bien grande en toda la frente, a ver si así se despierta de una vez.

Carmesina no pudo reprimirse:

–¡Te estás pasando, Gatito! A ver si voy a ser yo la que te abra un tercer ojo y no precisamente con el añil.

Los niños escucharon, divertidos, la amistosa dis-cusión. Uno de ellos, el que parecía más avispado, continuó:

–La cuestión no es pintar, ni tan siquiera reflexionar o entender. Sólo es cuestión de sentir… Dicen que incluso el añil transformó al pérfido marajá de nuestras tierras.

–¿Y cómo ocurrió eso? –preguntó Carmesina, que hacía caso omiso a Gato, que se estiraba en el suelo panza arriba todo lo que podía para aliviarse de tanto calor.

–Si queréis, os podemos explicar la historia de este color y de nuestras tierras.

Carmesina aceptó la propuesta y el pequeño indio empezó a relatarle la historia del añil y de cómo los colores habían envuelto todas sus tierras hasta convertirlas en una leyenda.

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Hace cientos y cientos de años, allá cuando aún estábamos en el período de Bharata, cuenta la leyenda que estas tierras se vieron sometidas a una terrible época

yerma. No crecían los pastos y las vacas no tenían qué comer, con lo cual no podían ofrecer su dulce néctar para alimentar. Hacía tiempo que no llovía y la tierra empezaba a lamentarse y resquebrajarse. Decían que la culpa la tenía el marajá del lugar, Kardam, que había ido obteniendo riquezas y acumulándolas a cambio de dejar al pueblo muerto en vida. Tal era su egoísmo que hasta su mujer, sus amantes y sus consejeros habían ido abandonándolo. Nadie quería estar junto al ególatra Kardam.

»Sin embargo, en las aldeas estaban preocupados; pues, si Kardam no los ayudaba, deberían marchar a otras latitudes para buscar alimento, ya que lo único que poseían eran los pigmentos de colores que habían heredado de la tierra de sus antepasados. Año tras año, muchos habían intentado convencer al marajá, pero siempre se habían encontrado con su negativa. Se decía que en el palacio, inundado de oscuridad, Kardam se pasaba todo el día contando sus monedas de oro y plata, ajeno a la realidad. No obstante, uno de los hombres del poblado, Ashok, intuyendo la debilidad de Kardam, se ofreció para volver a visitarle.

»Al llegar a palacio, recorrió las salas hasta que al fin halló al marajá escondido entre columnas de monedas, contando unas cuantas que había en el suelo. Al verlo, el gobernante se puso en guardia y cogiendo las monedas del suelo entre sus brazos, preguntole qué hacía.

»–He venido a hablar con su alteza, el marajá –anunció Ashok.

»–Yo no hablo con desconocidos. Sólo mantengo conversaciones con mis monedas de oro y plata. Así que márchate.

»Ashok tenía claro que no sería fácil convencerlo de lo contrario, pero continuó hablando:

»–¿No te aburres siempre de ver el mismo color dorado y plateado en tu palacio? ¿No te gustaría volver a ver el ocre de la tierra, el aguamarina de las gotas de lluvia, el bermellón de los saris y los turbantes? ¿No echas de menos todo eso aquí encerrado?

»–Me gustan mis colores, pero si hay más colores en el mundo y logro poseerlos, les demostraré a los dioses que soy digno de mis antepasados. Dime dónde puedo conseguirlos.

»–De acuerdo, si eso es lo que quieres, te propongo un trato: si tú repartes entre el pueblo algo de tu dorado y plateado, yo prometo traerte un color cada semana a tu palacio. Y cada vez que venga te explicaré un cuento sobre ese pigmento.

»El marajá aceptó, pues cuanto más poseyera, más dueño se sentiría del mundo entero. Así, cada semana el hombre subía hasta el palacio, le traía un pigmento y le regalaba un cuento a aquellos oídos adormecidos y solitarios. A cambio, Ashok conseguía unas monedas que repartía entre los habitantes de la aldea. Sin embargo, como la generosidad seguía brillando por su ausencia, los dioses, enfadados, no concedían que la lluvia regara las tierras.

»A medida que pasaban las semanas, el marajá, casi sin ser consciente de que sus columnas de oro y plata disminuían levemente, sentía mayor curiosidad por las historias del aldeano. Escuchar a alguien hablar le había despertado el interés y conocer aquellos colores le había abierto nuevas dimensiones. Sin embargo, Ashok andaba algo preocupado, pues poco a poco los pigmentos de colores iban acabándose y también las historias para enternecer al príncipe. Una de aquellas semanas, el astuto hombre informó al marajá de que la siguiente semana le portaría el último color, un color único y especial, el añil. Pero cuando llegó esa semana nadie subió a palacio. Ni ésa ni ninguna otra. El marajá se sentía desconcertado. Le faltaba el color añil y queriendo poseerlo, se decidió a abandonar su refugio palaciego y bajó a tierra yerma para encontrar al hombre y reclamarle su historia y su color.

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»Al llegar a la aldea, se sorprendió de ver que las tierras estaban áridas, pero que todos los colores que había ido mostrándole Ashok estaban en las caras de las personas, en los ropajes, en los ojos de ellas, en los turbantes de ellos… Kardam preguntó por Ashok, pero con enorme tristeza le anunciaron que había muerto. Entonces el marajá sintió la impotencia del color que le faltaba, de aquel añil que le habían prometido y rompió a llorar. Los aldeanos pensaron que sufría por la pérdida de su amigo y le intentaron consolar ofreciéndole el mejor chai y un hombro para llorar. El príncipe, sin embargo, no entendía nada: encima que los había abandonado a su suerte, ellos le ofrecían un consuelo innecesario. Y al darse cuenta de su egoísmo, rompió de nuevo a llorar. Y esta

vez sí lloró por el afecto de su amigo, por su compañía y por él mismo. Y los aldeanos lo acompañaron en su pesar largas horas

en las que derramó lágrimas largo tiempo contenidas. Arrepentido de sus actos, los

invitó a ir a su palacio y a que se llevaran todas las monedas de oro y plata. Pero ellos no se movieron. Sólo cuando la pena hubiera pasado,

entonces irían junto a él para repartirse su riqueza. Kardam estaba asombrado no sólo de la generosidad, sino de la empatía de aquellos que apenas le conocían y se fundió con ellos en un abrazo. Ese mismo día, al alba, la lluvia cayó torrencialmente en la tierra y después de horas lloviendo, apareció un arco iris sobre el firmamento. Todos se maravillaron de los colores, y al verlo le explicaron a Kardam: «¡Mira, mira los colores del firmamento: rojo, naranja, amarillo, verde, azul…! ¡Y el siguiente es el añil! ¡Ashok te lo había prometido!». El marajá no cabía en sí de gozo. Por fin, había visto ese color que su amigo le había brindado como un último regalo. Felices, celebraron el fin de la sequía con bailes, hasta el punto de que ese festejo se convirtió en la fiesta de los colores, en el Holi de cada primavera. En aquel momento, Kardam se sintió bendecido por los dioses, pero especialmente por el poderoso afecto de los hombres.

»Desde entonces, cuando alguien comprende que la generosidad no sólo debe ser física y ma-terial, sino también anímica y espiritual, dicen que se abre el tercer ojo, el sexto chacra que despierta la intuición y aporta otra percepción sobre la realidad.

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»Por eso, amiga mía, es importante ser generoso.

Pero no sólo con lo material que uno tiene, sino con sus propios sentimientos y aprecios. Un sentimiento que guardas, que ocultas, muere y se convierte en una herida, en un color que alguien olvida.»

Entonces Carmesina cayó en la cuenta de que aquel lugar sí sentía profundamente los colores, no era nada artificial ni una postura: era otra manera de pensar y actuar, y no pudo evitar compararlo con su mundo real. Allí los colores habían tornado, pero no parecían auténticos. Tal vez los humanos eran como Kardam: mucho desear y querer acumular colores, pero en realidad, no sabían compartirlos, sentirlos y vivirlos, y así de poco servirían. De hecho, se cuestionó si ella no estaría también un poco como el marajá, perdida en la oscuridad de sus propias contradicciones.

–¿Eres consciente, Carmesina, de que si te recluyes en ti misma o huyes de tus sentimientos nunca podrás devolver el color a tu vida? – le preguntó el pequeño.

Ella no supo qué contestar, simplemente porque tenía razón. Él continuó:

–Los colores huyen de tu vida porque no los compartes con los demás. Ni la ilusión, ni el amor... Los encierras en ti misma.

–¿Y tú cómo sabes que me ocurre eso?

–Está claro… Sólo tienes que verte… ¡Estás desdi-bujándote, decolorándote!

Al escuchar esas palabras, Gato Negro despertó del letargo en que estaba sumido y observó a su muchacha. Carmesina supo de inmediato que algo no iba bien, pues pudo ver en los expresivos ojos del felino el miedo y desconcierto que le atenazaban el cuerpo y el pensamiento. Entonces, sin saber qué hacer, salió corriendo, asustada, huyendo de sí misma. Y a medida que corría iba desdibujándose, iba perdiendo su tonalidad natural. Aquello era una carrera enfervorizada, una fuga de sí misma, hasta que algo la hizo detenerse: ante ella se extendía un enorme lago, una especie de lugar sagrado para los indios. Al llegar allí, se detuvo y se agachó. Temerosa, fue acercándose poco a poco hacia el agua y con cara de pavor se miró en ella. Al verse reflejada, Carmesina no se reconoció a sí misma. ¡Horror! Ciertamente, estaba volviéndose opaca, sin brillo, sin apenas color… Incluso las líneas de su cuerpo parecían desvanecerse. Huía de ella misma, pero la vida le devolvía su propia imagen. Asustada, desalmada y sin saber qué hacer al ver ese reflejo tan interno y oscuro de sí misma, decidió lanzarse al agua.

Sólo había un pequeño problema: Carmesina no sabía nadar.

Al ver lo que había hecho, todos los seres del mundo de la imaginación y los cuentos sintieron pánico. Incluso, Chew Wang, el maestro impertérrito, no pudo reprimir aquel miedo que no le invadía desde hacía mucho tiempo.

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Ilustrado por David

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Al principio, al sumergirse en el agua, Car mesina sintió alivio. Aunque estaba algo tibia, suponía un refrescante baño ante aquella ola de calor. Tras ese respiro inicial, empezó a hundirse en

aquella gran masa de agua. Había tomado una decisión: no haría nada. No intentaría chapotear ni haría el mínimo esfuerzo por salir a la superficie. Simplemente se dejaría arrastrar hacia las profundidades de aquel lugar. Prefería diluirse en el agua, como hacían las acuarelas, a ver cómo se desdibujaba en la tierra. Y mientras los últimos pensamientos se le agolpaban en la cabeza, empezó a imaginar en qué colores iría convirtiéndose al mezclarse con el azul verdoso del agua. Y lo primero que pensó fue en el rojo pasión que le había desvelado Marcelo, que se mezclaría con el agua hasta convertirse en un rosa desvaído. Pensó en el coral autoestima, en el generoso añil, en el naranja inspirador… y en cómo todos se aguarían allí mismo, en aquel lago. Los colores desaparecerían poco a poco y no dejarían rastro alguno de que ella había pasado por aquel lugar.

En la orilla, los niños, las mujeres y los hombres siguieron a Gato Negro, que corrió tras Carmesina sin lograr darle alcance. Desde la superficie, el felino intentó distinguir la presencia de su muchacha, pero no veía nada. ¿Qué haría ahora? Él odiaba el agua, no podía lanzarse sin más, sabía nadar, pero le ponía tremendamente nervioso como a cualquier felino terrenal.

Desde el mundo de la imaginación y los cuentos, todos pidieron auxilio al unísono dirigiéndose al maestro. Después de un primer momento de vacilación, Chew Wang tomó asiento en el suelo cruzando sus piernas y, sin pronunciar palabra, cerró los ojos. Al ver su reacción, los demás personajes no entendieron nada e, incluso, alguno de ellos llegó a zarandearle para intentar obtener una respuesta, una solución. El maestro, sin abrir los ojos, dejó escapar como una suave brisa primaveral las siguientes palabras:

–En ocasiones necesitamos sumergirnos para renacer otra vez. Rendirnos, vaciarnos, para llenarnos de nuevo.

Como era habitual, los demás personajes se que-daron con cara de extrañeza. Salero, el más vivaracho y sincero, no pudo por menos que incidir en sus palabras:

–Chew Wang, ya sé que eres maestro, pero ¿no podrías hablar de una manera más normal?

Todos lo miraron agitados y pensando:«¿Cómo se atreve a hablarle así al gran maestro?».

Chew Wang, también sorprendido, le contestó con su ligero hilo de voz:

–Tienes razón, Salero. A veces parece que hablo para mis adentros.

Todos confirmaron sus palabras, menos la ex princesa Griselda, quien simplemente lo miraba embelesada.

–No pasa nada, maestro, supongo que todos tenemos cosas que aprender –señaló Salero.

–Exacto, eso os quise decir: al igual que yo aprendo, Carmesina también debe aprender determinadas cosas y a veces es necesario caer para volverse a poner en pie con fuerzas renovadas.

Al escuchar estas sentencias de Chew Wang, los personajes de cuento se calmaron, pero permanecieron expectantes a ver qué sucedía. Mientras tanto, los hombres y mujeres intentaban trazar un plan para rescatar a Carmesina. Sin embargo, ella cada vez estaba más lejos… Hundiéndose, descendiendo hacia el fondo de aquel lago hasta que llegó a sentir que perdía la conciencia sobre su propio cuerpo, sobre su propio raciocinio. Y entonces el cuerpo inerte de la muchacha siguió descendiendo ligero, sin movimiento, hacia los abismos de aquel lugar que parecía no tener fin, que parecía un pozo sin fondo…

Pero como suele suceder cuando piensas que seguirás cayendo, que nada cambiará: ¡¡Plaf!! El cuerpo inmóvil chocó contra un desierto de arena y algas. El golpe seco despertó a Carmesina, quien abrió su único ojo y miró a su alrededor. Palpó su cuerpo y percibió su respiración. ¡Cuán extraño era aquel lugar: aún estando rodeada de agua podía respirar y moverse con normalidad! Intentando recuperar el entendimiento, empezó a retroceder por los recovecos de su pensamiento y lo último que recordó era haberse tirado al agua y dejarse ir…

«Si me he dejado ir –se decía a sí misma Carmesina– eso significa que ése era el fin. Ahora no estoy ni en el mundo real, ni en de los cuentos, ni siquiera en alguna lámina dibujada…»

Y las palabras que pronunciaba se prolongaban por el espacio, dejando un eco tras sus pasos..

«Lo siento, Gato Negro –hablaba Carmesina en voz alta–. Siento haberte dejado, pero era mejor que me fuera. No quería irme decolorando en vida y que tú tuvieras que verlo…»

Y las palabras volvían a prolongarse en aquel espacio, como si se arrastraran.

«Era mucho mejor saltar, caer, dejarse ir y desaparecer…»

Se oyó... En aquel momento, Carme sina miró a su alrededor. Aquello no parecía el eco. Era algo mucho más vivo, más cercano. Pero allí no había nadie.

«Nadie…» Acababa de oír la palabra «Nadie». Ella no había pronunciado esa palabra. Sólo la había pensado. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Alguien estaba leyéndole el pensamiento?

Alguien había susurrado un sí que se perdía por las entrañas del lugar. No había duda. No estaba sola. Carmesina, nerviosa, respiró hondamente, pues tuvo la impresión de que no podía hacerlo con total normalidad.

Se volvió sobre sí misma, observando, intentando escrutar quién o qué había ahí. Y aunque no encontró a nadie, le pareció descubrir un pequeño destello de color entre la maleza acuática. De un color rojo brillante. Como el que había recordado estando en brazos de Desidia. Acercándose lentamente, entreabrió las algas que allí se acumulaban.

Y entonces la vio: una canica roja, brillante, casi púrpura. Y en aquel momento, recordó.

Carmesina se echó la mano al pecho y el ojo se le tornó acuoso como el líquido que la rodeaba. La canica. El incidente cuando era pequeña. Por su mente pasaron con claridad meridiana todos los hechos que sucedieron cuando aún el mundo era gris. Como aquella tarde que, jugando a las canicas oscuras con el resto de niños, su curiosidad por una de ellas la hizo acercarse a descubrirla. Una canica como la que tenía ahora delante, roja, brillante, excelsa. Entonces su inquietud infantil la impulsó a verla más de cerca, por lo que se agachó y

apoyó su cabeza en el gris asfalto, justo en el instante en que otro niño lanzaba su canica hacia el montón. Lo último que había visto Carmesina con su ojo había sido aquel rojo intenso acercarse. De repente, un dolor insoportable en su ojo derecho, un grito de angustia, y un rojo diferente al de la canica que se extendía por el suelo. A partir de aquel momento, Carmesina llevó por siempre más aquel parche, empapado de recuerdos y desdicha, que ahora estaba tocándose.

Volvió a oír aquella extraña voz. Pero esa vez sí vio su procedencia. Justo delante de ella había una niña, una niña de no más de tres o cuatro años que la miraba con curiosidad. Una curiosidad que le resultaba familiar. Al verla, Carmesina se asustó y dio unos pasos hacia atrás.

–¿Quién eres? –preguntó expectante.

–Soy tú –contestó la niña.

–¿Dime quién eres? –exigió Carmesina de nuevo.

–Soy tú, ya te lo he dicho –le volvió a contestar la niña.

Carmesina, desconcertada por las respuestas de la niña, y costándole algo más respirar, preguntó de nuevo:

–¿Cómo puede ser que me hayas leído el pensamiento?

– Porque soy tú –insistió la pequeña.

Y caminó hacia Carmesina, quien permanecía con el corazón encogido, y le tendió la mano.

–Tócame. Reconocerás por mi piel, que es tu propia piel.

–¿De qué estás hablándome? No es posible. He desaparecido de la vida. Nada es real. Tú no lo eres ni lo soy yo.

–No, estás equivocada, no has desaparecido. Sólo has caído y tocado fondo. Ahora sólo puedes ir hacia arriba, volver a la superficie.

Carmesina la escuchaba atentamente.

–Tócame, si quieres. No voy a hacerte daño –le sugirió la niña.

Carmesina se acercó, algo fatigada, con la respiración entrecortada, y tocó su mano. Y al tocarla fue como si alguien la estuviera acariciando a ella. Sintió un escalofrío.

–Entonces, ¿tú eres yo?... Pero ¿cómo es posible?

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–A veces cuando uno está cayendo, cuando uno no reacciona, necesita tocar fondo y verse a sí mismo para entender que sólo queda volver a subir. Por eso estoy aquí. Yo soy tú. Soy el tú, el tú autentico, aquel que no sucumbió a la rutina diaria, aquel que no se quedó anclado en el incidente de la canica, aquel tú que te llevó a recuperar los colores y que te permitió devolverle la alegría al mundo. Y estoy aquí para decirte que sigo existiendo, que vivo dentro de ti y que es necesario que te des cuenta para que vuelvas a salir.

Ahora ya el ojo de Carmesina escupía directamente lágrimas. Nada la retenía. Aquella niña era tan parecida a ella… ¿Y si fuera verdad lo que le estaba explicando? Y una mezcla de sentimientos hacia esa pequeña la invadieron: tristeza, amor, cobijo, melancolía…

Carmesina, con la mano en el pecho, respirando con dificultad, preguntó:

–¿Y por qué debería creerte? Seguro que si salgo ahora seguiré decolorándome. Nada ha cambiado.

–No, eso no es verdad. Me has visto a mí. Sabes que sigo existiendo.

–¿Y en qué cambia eso las cosas?… ¿No puedo quedarme aquí? Tal vez, me gustaría permanecer sola.

–Si me llevas contigo, si me rescatas, siempre podrás recurrir a mí sin necesidad de volver a caer en la oscuridad. Además aquí no nos queda mucho tiempo… Está costándote respirar, ¿no es cierto?

Carmesina afirmó con un gesto.

–Es el momento de salir, pero sólo tú puedes decidir si subes y me llevas a mí contigo. Sólo puedo subir si tú lo

deseas. Si no, me quedaré aquí por los siglos de los siglos. Pero seguramente tú también lo harás… Porque aunque salgas, aunque alguien te rescatara, seguirías viviendo decolorada. A lo mejor nadie lo notaría, la gente acabaría acostumbrándose a ello, pero tú sabrías que te falto yo, que te falta tu yo original.

A medida que escuchaba a aquella figura, Carmesina parecía entender, pero aún las sombras de la duda la embargaban y se sentía fatigada al no poder respirar con plenitud.

–No puedes permanecer mucho más aquí. El tiempo apremia –le dijo la niña–. ¿Quieres salir?... ¿Me llevas contigo?

–¡No sé nadar! ¿Cómo quieres que salgamos de aquí?

–Sí que puedes nadar… Sólo es cuestión de vencer a ese NO. Yo te ayudaré, ya lo verás.

Carmesina no contestaba. Seguía pensando en esa canica roja. En ese incidente que se había anclado a sus sentimientos, pero del que no había recordado casi nada hasta entonces. Su otro yo, leyéndole el pensamiento, le preguntó:

–Te has asustado al recordar la razón por la que tu ojo se cubrió con un parche, ¿verdad?

–Es que no entiendo por qué lo había olvidado. Sólo recuerdo el color rojo, pero apenas nada más. Ni el grito,

ni el dolor. ¿Cómo puedo haberme olvidado de ello?

–Muchas veces lo que nos duele o hace daño lo guardamos en un baúl perdido en nuestra memoria. No queremos recordarlo. Es normal. Todos los humanos lo hacen. Sin embargo, llega un momento en que para recuperar a nuestro propio yo debemos ver aquello que no queremos y afrontarlo.

Carmesina se volvió a acercar a la bola roja. La miraba, quería tocarla, pero sentía miedo.

–Tócala, Carmesina. Nada sucederá… Pero hazlo ya… Ahora es el momento. No hay más tiempo.

Carmesina, respirando con dificultad, se acercó fatigosamente a la canica y, al fin, la tocó. Y al hacerlo volvió a pensar en el incidente, para, a continuación, recordar todo lo que después sucedió: cómo conoció a Gato Negro, cómo había ido dando color al mundo, cómo le había regalado sus lápices a Bruno para brindarle una oportunidad de futuro al mundo… Apenas un hilo de aire penetraba en sus pulmones.

–Debemos irnos… Si tú quieres, claro está… –le sugirió la niña.

El silencio fue la primera respuesta hasta que Carmesina logró articular palabra:

–Sí, quiero volver a ser tú… volver a ser yo.

Y Carmesina, tomando brío, cogió a su otro yo, a la pequeña, de la mano y empezó a bracear hacia arriba buscando la superficie. Las ganas de salir eran mayores que su miedo a nadar.

–Más aprisa, Carmesina, o no llegaremos a la super-ficie –le decía ésta insuflándole ánimo.

El tiempo apremiaba y la superficie aún no se vislumbraba. Todo seguía estando oscuro y el poco aire de los pulmones de Carmesina se escapaba. Antes no había querido luchar, y ahora intentaba bracear como podía. Cada vez le costaba más y temía perder a su otro yo, a esa niña suya. Temía que se le resbalara, que se le deslizara de sus brazos. Pero tenía la sensación de que pesaba mucho, demasiado…

Glup, glup, glup…

Mirando hacia arriba en un último intento de seguir nadando, la pequeña Carmesina vio la superficie. Se hallaba allí arriba, estaba cerca, casi podía tocarse, casi podía verse lo que yacía en la orilla.

–Un poco más, mi yo, un último esfuerzo –le suplicó a Carmesina.

Sin embargo, ésta no oyó el final de aquella frase. Se desvaneció y empezó de nuevo a caer hacia las profundidades con su otro yo de la mano.

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De repente, algo peludo, de tacto suave, la cogió de un brazo y la arrastró hacia la superficie. Carmesina no se percató de nada, pero Gato Negro, venciendo su pánico al agua, se había lanzado en busca de su amiga. Al llegar a la orilla con ella entre sus patas, los hombres y mujeres le ovacionaron. Uno de los muchachos tomó el pulso a Carmesina y sonrió. Nada se había perdido. El lago sagrado la había devuelto con vida. Entonces, la ovación fue aún mayor y felicitaron a Gato Negro, que no podía creer lo que estaba viendo: le aplaudían a él, a un simple gato negro a quien a veces los humanos ni querían ver.

En el mundo de la imaginación, todos los personajes de cuento estallaron de alegría y se sumaron al aplauso hacia su Gato Negro por la gallardía demostrada.

Carmesina, agotada, durmió horas y horas, sin darse cuenta de que algo sucedía a su alrededor. En aquel tiempo que pasó en ese sueño consciente, profundo y reparador, el pájaro Serafín voló del mundo de los cuentos y la imaginación hacia donde estaban Carmesina y Gato Negro portando algo en el pico.

–Creo que ahora sí toca ir a donde tú querías llegar, Gatito –dijo Serafín y le ofreció lo que portaba.

Al recibirlo, Gato Negro lo abrió: era una lámina que le enviaba directamente Chew Wang. Una lámina dibujada con tinta china, donde se representaba un paisaje del país del gran maestro. Gato Negro entendió perfectamente cuál era el significado. Arrastrando el cuerpo aún dormido de Carmesina, ambos penetraron en la lámina para, al despertar, estar en otro lugar.

Ilustrado por David

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susurraba una voz a los oídos de la muchacha, mientras notaba algo rasposo y húmedo que le acariciaba las mejillas. Al principio era tanto el sopor que no fue capaz de identificar que era Gato Negro quien la lamía y le hablaba para despertarla.

Al fin, abrió su imponente ojo azul y despertó al día.

–Ya era hora, Carmesina –prosiguió Gato–. Llevas durmiendo días y días... ¡Ni los felinos dormitamos tanto!

Carmesina sonrió desperezándose y, al incorporarse del futón sobre el que había yacido, lo primero que hizo fue coger a Gato en volandas y atraerlo hacia sí, abrazándolo y besándole la cabeza. El felino se sorprendió por tanto afecto regalado; Carmesina tampoco se reconocía a sí misma:

–Te he echado tanto de menos, Gatito… He tenido unos sueños muy extraños… Estaba en el agua y caía hacia el fondo y no podía respirar, pero, de repente, encontraba algo; no, no encontraba algo, encontraba a alguien y…

–¿Y estás segura que de un sueño se trató? –interrumpió una voz grave y serena a sus espaldas.

Ambos, muchacha y gato, se volvieron y descubrie-ron a quién pertenecía aquella voz: al mismísimo maestro Chew Wang, el mejor guerrero de Oriente años ha. Carmesina había oído las historias de Gato sobre el maestro y, aunque nunca lo había visto, desde el primer momento supo que era él.

«Carmesina, despierta.

Carmesina, es hora de abrir el ojo»

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Gato Negro rápidamente saltó de los brazos de Carmesina y se acercó sumiso al maestro en actitud de veneración. Al ver lo que hacía, Chew Wang se agachó para estar a la altura del felino:

–Gato Negro, estas reverencias son innecesarias, ya hace muchos años que nos conocemos. Recuerda que aquí todos somos iguales –señaló con voz fuerte mientras acariciaba la cabeza de Gato–. Además, a quien deberíamos rendir pleitesía es a nuestra heroína particular, a nuestra admirada Carmesina.

Al oír aquellas palabras, las mejillas de la muchacha se tornasolaron y entornó su ojo, al tiempo que inclinaba su rostro avergonzada por aquellas palabras. A pesar del incipiente rojo en las mejillas, Carmesina intervino impaciente:

–Chew Wang, ¿mis recuerdos del agua no fueron un sueño?

–No, desde luego, de un sueño no se trató.

–Entonces, ¿dónde está mi otro yo? ¿La niña? –empezó a ponerse nerviosa–. ¿La viste tú, Gatito, al salir del agua? ¡Se me resbaló de las manos y no pude retenerla!

El maestro se acercó a ella y cogió sus manos, inten-tando calmarla:

–Carmesina, no te sofoques ni te disgustes.

–Sí, pero yo no puedo vivir así, sin saber qué le ha ocurrido a mi otro yo. ¿Y si me he perdido a mí misma? ¿Y si por eso no encuentro la inspiración y no vuelvo a pintar jamás?

Gato Negro se arrimó a ella, ofreciéndole su tierno afecto.

–Carmesina, en estos momentos estás ofuscada y no eres capaz de razonar. Necesitas centrarte en el ahora para recuperar la inspiración. Vaciarte para llenarte –le dijo Chew Wang–. Para eso has venido al lugar perfecto.

–Querrás decir que me habéis traído al lugar perfecto –puntualizó ella mirando a ambos personajes.

–Venir, traer… poco importa. El caso es que ahora estás aquí –sentenció Chew Wang–. Y si estás aquí es porque algo has de aprender, como todos los que por aquí antes han pasado, los que pasarán, e incluso los que están leyéndonos en este preciso momento.

Carmesina lo miró extrañada, pero rápidamente volvió a pensar en su otro yo… Era tanta su preocupación que enseguida insistió de nuevo al maestro:

–¿Y qué debo hacer, Chew Wang? Quiero tratar de entender.

–Vamos a ir a visitar a una muchacha que puede ayudarte. Ella se buscó a sí misma y encontró su camino. Creo que hacia allí debemos ir, al menos así me lo indica mi intuición.

–¿Y dónde está ese lugar? –preguntó curioso Gato Negro.

–Justo al otro lado del valle, tras la Montaña Oscura –respondió el maestro señalándoles la enorme roca que aparecía ante ellos tras los ventanales.

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Carmesina y Gato se miraron y ella le dijo al oído:

–No me gusta el nombre de esa montaña. Un nombre gris para algo tan bello.

Tras escuchar su recelo, Gato le explicó:

–Recibe ese nombre porque cuentan que en esa montaña habitan tres seres, tres hermanos, que durante toda su vida tuvieron miedo. El hermano pequeño tenía miedo del pasado y de lo que le había acontecido. El mediano tenía miedo al presente, pensando en el pasado y en el futuro y no disfrutando

del momento. Y el mayor sufría continuamente por el futuro y por lo que fuera a ocurrir. Se acostumbraron a vivir con ese temor hasta que incluso al morir no se atrevieron a cruzar el umbral y dejar el mundo real. Por ese motivo, se quedaron vagando por esos bosques y esas rocas como sombras. Pero ¡no hagamos caso, Carmesina, son historias de superstición! Y ya sabes que yo no creo en esas cosas

–le dijo intentando autoconvencerse.

Ante estas palabras, Chew Wang prefirió no decir nada para no avivar las historias ancestrales.

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Los tres cogieron sus pocos bártulos y se encami-naron hacia su destino, mientras Chew Wang le explicaba a Carmesina su propia historia, aquella que Gato Negro ya le había narrado en alguna ocasión: cómo siendo el gran guerrero de Oriente descubrió lo que era el miedo. Sufrió y se perdió hasta que asumió ese miedo y sólo entonces, lo logró superar para, incluso, crear algo mejor a partir de toda aquella crítica situación.

Sin embargo, Carmesina, aunque lo escuchaba, seguía dándole vueltas a su pensamiento y preguntándose qué habría sido de su otro yo.

–Maestro, tú que eres sabio, cuéntame que ha pasado con mi yo – le rogó Carmesina.

–Calma, pequeña. Todo tiene su lugar y su tiempo. Ya lo desvelaremos.

«¡Vaya respuesta para ser un maestro que todo lo sabe!», pensó Carmesina mientras seguía planteán-dose interrogantes y albergando dudas que se pro-logaron aún durante un buen rato. Sin embargo, el apacible paseo entre lechos de nenúfares y monta-ñas escarpadas la estaba ayudando a distraer el pen-samiento y, por ende, a apaciguar sus monólogos interiores. Así, a cada paso que daban, Carmesina descubría el poderoso atractivo que ejercía el maes-tro, que alternaba su silencio con frases pausadas,

con sentencias únicas. Y aquellas palabras parecían tener la capacidad de sedimentarse en el alma de las personas para calmar las turbulencias mentales. Al menos, esa sensación tenía nuestra joven prota-gonista. Al escuchar, al mirar las cosas sobre las que Chew Wang le hablaba, parecía descubrir la belleza de los pequeños detalles –las flores de loto, los almendros en flor, la eterna primavera, las nieves perpetuas que cubrían las cimas…–, y alejarse de sus obsesiones.

Y mirando aquellas pequeñas grandes cosas, pasaron las horas y el plácido camino parecía ir estrechándose, zigzagueando entre montañas por desfiladeros cada vez más escarpados que se prologaban hasta las blancas cumbres. El tiempo caminado empezaba a pesarle a Gato Negro, que notaba que le faltaba energía para seguir a sus compañeros, quienes continuaban ascendiendo sin agotamiento alguno. O, al menos, eso es lo que él pensaba.

A medida que la claridad dejaba paso a la oscuridad, las distracciones para la mente de Carmesina fueron disminuyendo. Si durante el día había olvidado sus obsesiones observando las flores o asimilando las palabras de Chew Wang, ahora no podía dejar de pensar nuevamente en su otro yo. Y la compulsiva pregunta se repetía: «¿Dónde estaría ahora la pequeña Carmesina?».

Algo más avanzado seguía Chew Wang, quien, con una mano en la empuñadura de su espada, parecía estar alerta por las historias que le habían contado, como la de los hermanos oscuros que habitaban aquellas montañas. Por un momento, sintió una pequeña opresión en el pecho, una sensación que remotamente le recordaba algo, pero intentó centrarse en el camino, alerta a los peligros de la noche.

Paso a paso, cayó una noche cerrada con un silencio que sólo rompían los grillos. Extrañamente, apenas lucían ni la luna ni las estrellas en el firmamento.

Gato, agotado como hacía años no se sentía, quedó descolgado de sus compañeros. Su visión parecía languidecer, pues tenía la sensación de que su sombra era más grande de lo normal y no podía ver con claridad. Por eso le pidió a Chew Wang que pararan un rato, pero el maestro, viendo el aspecto que tenía la luna aquella noche, se negó muy tajantemente.

Carmesina miró a Gato y, al verlo tan cansado, también imploró a Chew Wang que descansaran, pero éste ni siquiera contestó y siguió caminando. La muchacha, solícita, se ofreció a llevar a Gato en brazos:

–¡No, no, no! ¡Carmesina, eso no es posible! –se negaba un Gato medio mareado–. ¡Qué dirán de mí los demás personajes de cuento!

Ella hizo caso omiso, cogió a su amigo y se lo colocó en el hombro. En ese momento, Gato sintió el fracaso aferrarse a sus carnes. No estaba cumpliendo con su misión, ni tan sólo era capaz de seguir a su muchacha, quien incluso tenía que llevarlo a cuestas. Seguro que los personajes de cuento se mofarían de él y de su poca fortaleza, y lo desterrarían del mundo de los cuentos y la imaginación por el fracaso de su misión.

Y a medida que Gato se recreaba en aquellas ideas nefastas, sin darse cuenta, su sombra iba haciéndose cada vez más y más grande. Incluso, Carmesina, que lo llevaba a cuestas, empezó a percibir que tampoco ella no veía bien el escarpado camino, pues la sombra de Gato era enorme. ¿Cómo era aquello posible si Gato era muy pequeñito?

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Intentó acelerar el paso y dar alcance a Chew Wang, quien parecía no agotarse. Cuando al fin consiguió llegar a su altura, le suplicó de nuevo:

–Chew Wang, deberíamos parar. Es noche cerrada, la luna brilla poco y apenas podemos ver el camino que pisamos.

–Lo siento, pero no podemos detenernos aquí, Carmesina. La luna no nos es propicia y eso me indica que las sombras pueden andar por aquí, buscándonos.

–¿Qué sombras? ¿Las de los tres hermanos? –preguntó Carmesina.

Y, de repente, Chew Wang paró en seco en el camino y le pidió silencio. Le parecía haber oído algo. Agudizó su oído y la mirada para intentar percibir algo.

–¿Qué ocu...

–Chist –ordenó Chew Wang, poniendo el índice sobre sus labios para indicar silencio.

Y, sin saber a quién atacar, el maestro desenvainó la espada y se puso en posición de lucha, pese a que ahora siempre mantenía una actitud serena y pacífica. No había duda. Algo se había vuelto a despertar en su interior. Sí, ahora ya reconocía cuál era aquella sensación: la misma que había tenido tiempo atrás. Al percatarse de ello, su sombra en el suelo empezó a agrandarse.

Cuanto más pensaba en el pasado, más grande se hacía su sombra, hasta el punto de no permitirle dar un paso en el camino e impedirle prácticamente ver a Carmesina y a Gato, que permanecían tras una nebulosa gris y espesa que en esos instantes lo rodeaba.

La muchacha, al ver el desespero de Chew Wang, también empezó a sentir un pánico paralizante. Un escalofrío inmenso le recorría todo el cuerpo a medida que también ella dejaba de ver el camino porque esta vez era su propia sombra agigantada la que se lo impedía.

–Pero, Chew Wang, ¿qué está sucediendo?

Y con esa pregunta, las sombras cubrieron hasta la luna, dejando la tierra sumida en una oscuridad etérea e inefable. Nadie se atrevió a dar un paso más.

El maestro no era capaz de contestar las súplicas de Carmesina. Sólo podía recriminarse el volver a estar sufriendo aquella sensación, el estar cayendo en aquel tormento. Desesperado, con la espada desenvainada, blandiendo en el gris aire, intentó golpear a un enemigo imaginario.

Carmesina retenía con toda la fuerza de sus brazos a Gato Negro, pero era tal el escalofrío que se apoderó de ella que los brazos no dejaban de temblarle.

–Gatito, ¿qué hemos de hacer? ¿Qué está ocurriendo?

Y el felino, absorto en sus pensamientos, únicamente era capaz de repetir:

–No, no, no, no quiero ser desterrado, no quiero que me echéis del mundo de los cuentos.

Carmesina no sabía qué ocurría y también se sentía desvalida. ¿No se suponía que Chew Wang era un maestro y no un loco guerrero que se dedicaba a dar bandazos al aire, y que su querido Gato debía ser un gato valiente y aventurero capaz de superar duras pruebas y no un ovillo de pelos negros enajenado por miedos futuros y obsesiones negativas?

«¡Ahhh! Ahí está la clave –pensó Carmesina como si hubiera tenido una revelación–. Necesito buscar una solución para volver al aquí y al ahora y dejar de pensar.» Eso, una solución: un detalle. Pensar en las flores, en los almendros en flor, en la luna… Estos pensamientos eran los que abordaban a Carmesina cuando su sombra empezó a menguar.

–Gatito, deja de pensar en el futuro. Nadie va a desterrarte. Piensa en el aquí y en el ahora –le susurró al oído.

Las sombras de Gato también empezaron a reducirse y, al fin, Carmesina y su amigo pudieron vislumbrar más claramente el camino.

«No pienses más en lo que tenga que acontecer, devuelve tu pensamiento a este instante», repetía Carmesina.

Y las sombras se desvanecieron por completo hasta que pudieron ver frente a ellos su sombra habitual: la de una muchacha con un gato en brazos. Con el camino despejado, corrieron unos pasos más allá hasta encontrar una niebla espesa tras la cual estaba Chew Wang. La niebla que rodeaba al maestro parecía tener formas humanas y ambos quedaron perplejos ante lo que veían.

–¡Son los hermanos oscuros! –anunció Gato Negro.

–No importa quiénes sean, algo tenemos que hacer. No podemos dejar así a Chew Wang.

–¡Es peligroso! Son terribles, se apoderan de ti. Esas tres sombras son las que se alimentan del miedo de los demás. Por eso, cuentan que cuando sentimos miedo, nuestra sombra crece, pero, en realidad, son ellos que nos rodean, a cada uno según el temor que tenga.

–Vamos, Gatito, ¿será posible que tú creas en esas absurdas leyendas y supercherías? ¡Antes has dicho que eran historias ancestrales!

Gato se quedó pensando que, tal vez, todo era sugestión. Lo que sí era real era que, tras las sombras, Chew Wang seguía sumiéndose en el miedo, recordando su pasado, hasta que empezó a oír la voz de la muchacha.

–Alejaos, compañeros. Las sombras me tienen preso, huid antes de que os atrapen –les gritó el maestro.

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–Chew Wang, tú sabes dominar tus sombras. Lo has hecho antes y lo harás otra vez más –repuso Carmesina.

Sin embargo, las sombras seguían ahí, moviéndose como en una danza macabra.

–Maestro, no te resistas al miedo. Acéptalo como lo hiciste en otras ocasiones. Sabes que así pasará –chilló Gato, rogando porque su voz se filtrara a través de las sombras.

Y la voz de Gato llegó a Chew Wang.

–Tú has sido nuestro maestro y lo seguirás siendo por siempre jamás –insistía Gato–. Nada cambiará eso.

Chew Wang sentía cómo aquellas voces le mantenían más presente y no le de-jaban ahogarse en los pozos del pasado doloroso, sino que le traían recuerdos de superación. Cogió su espada y la colocó firmemente ante sí mismo. Cerró los ojos, que no le servían para ver más que oscuridad, y se fijó en el latir de su corazón, que le mantenía presente: «Bum-bum, bum-bum, bum-bum…». Y a cada recuerdo negativo de sus crisis, le sobrevenía un momento de gloria y superación. Así, las sombras fueron levemente disminuyendo. Y Chew Wang continuó pensando en su maestro y en su discípulo Chew Wangting y en todos los pupilos que había tenido y que tendría. «Bum-bum, bum-bum, bum-bum…». Pensó en todo lo que había aprendido y en lo que aún tenía que aprender. «Bum-bum, bum-bum….». Sí, era maestro, pero un maestro también es discípulo de la vida y aún tenía mucho que interiorizar. «Bum-bum, bum-bum, bum-bum…».

Desde el otro lado, Carmesina y Gato veían que las sombras iban disipándose y le coreaban gritos de ánimo al maestro, pero éste casi no oía nada, sólo su propio latir y, de ese modo, con el «bum-bum, bum-bum…», que iba tomando un ritmo más pausado, dejó caer la espada.

Con el golpe del hierro en la tierra, las sombras se esfumaron, y Gato y Carmesina vieron cómo Chew Wang caía rendido de rodillas al suelo.

–Me habéis librado de mis sombras, mis dudas y mis miedos. ¡Gracias, compañeros!

–No, maestro, tú te has librado a ti mismo. Ya deberías saberlo. ¡Estas cosas siempre dependen de uno mismo!

Chew Wang sonrió.

–¡Eres un gran Gato y has aprendido tanto…! Es importante que recordemos que cuando nos obsesionamos y empezamos a tener miedo, si no somos capaces de aceptarlo, nuestra sombra empieza a crecer alimentándose de nuestra propia debilidad. Cuando esto sucede y nuestros propios temores nos impiden ver el camino, no hay que luchar ni intentar avanzar. Lo mejor es pararse y aceptar. Aceptar que las sombras siempre estarán ahí, que nos guarecen, nos mantienen alerta, pero que, sin embargo, no les hemos de dar fuerza. Si las aceptamos como parte del camino, las entenderemos y no se filtrarán en nuestro pensamiento hasta el punto de someterlo.

Carmesina abrió su ojo desmesuradamente mientras Gato Negro intervenía:

–Entonces, ¿los hermanos oscuros no eran reales? –preguntó Gato–. Ya sabéis que yo no creo en historias y supercherías pero yo vi a esas sombras rodeándote.

–¡Bah, Gatito! Ésos son cuentos chinos. Huy, perdón, son cuentos… –replicó Carmesina sin encontrar la palabra y pensando que había ofendido al impertérrito maestro.

–Recordad que nuestro pensamiento es poderoso y es capaz de crear realidades donde no las hay. Tal vez, eso es lo que te ocurrió, Gato. Así que no le demos más alas a la imaginación, al menos por esta noche.

Dejémoslo en que son simples historias, cuentos chinos como ha dicho Carmesina. –Acto seguido, Chew Wang sonrió y le guiñó un ojo a la muchacha–. Ahora descansemos.

El maestro no tardó en conciliar el sueño, pero Carmesina y Gato no pudieron, pues aún estaban nerviosos por lo sucedido. Gato, como buen animal nocturno, decidió pasear y admirar aquella estupenda luna que ahora ya lucía en el firmamento. Por su parte, Carmesina, sin pizca de sueño, cogió su libreta y la tinta china que llevaba el maestro en su mochila y decidió siluetear la figura de gato con aquel líquido que nunca había probado y que al principio se le desparramó por la lámina y le manchó los dedos.

Al amanecer, con la luz del día, los tres se percataron de que casi ya habían llegado a la cumbre y que sólo les quedaba bajar. El camino se aventuraba más fácil, pues cada uno de ellos había aprendido algo que le serviría para su futuro. Con esa certidumbre empezaron a caminar.

–¿Cómo sabríamos disfrutar de la flor que nace en primavera si antes no hubiéramos visto la aridez del invierno nevado? –empezó a divagar el maestro–. ¿O cómo podríamos maravillarnos con las mariposas si antes no hubieran sido aparentemente unas simples orugas? ¿O cómo, sin nuestra aventura nocturna, Carmesina podría haber descubierto la tinta china de mi mochila? ¡Es hora de que nos enseñes el dibujo!

–le pidió el maestro a la muchacha.

106

Carmesina mostró la lámina, con algunos borrones de tinta, disculpándose por su aún poca destreza con aquel líquido negro. Sin embargo, Gato ronroneó de gusto al verse reconocido por su compañera.

–¿Veis que cuando los miedos se aceptan, de las situaciones críticas también puede salir algo nuevo y poderoso?

–Es que hay tantas cosas que aún desconozco… –soltó Carmesina suspirando y parafraseando a Gato Negro.

Los tres sonrieron la ocurrencia y Carmesina no pudo evitar pensar si sería verdad que algo estaba empezando a cambiar, dado que era la primera vez que era capaz de reírse de ella misma.

Con la sensación de una prueba superada, comenzaron a descender sin darse cuenta de que tres sombras que no les pertenecían les seguían los pasos. Lo suficientemente cerca para no perderlos de vista, lo suficientemente lejos para no ser descubiertos.

Ilustrado por Martuka y David

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El descenso de la montaña estaba resultando un agrada-ble paseo, como habían pronosticado. Después de las sombras, suele llegar la luz, y así fue como, con un radiante sol, fueron recorriendo el camino de bajada.

Tras un buen rato andando, vieron que alguien avanzaba corriendo hacia ellos.

Carmesina no lograba vislumbrar con claridad de quién se trataba, pero poco a poco fue descubriendo quién se dirigía hacia ellos: una figura femenina, de baja estatura y formas redonditas, con su pelo azabache que se movía como un péndulo al ritmo rápido de sus pequeños pasos. Con ojos abiertos y expectantes, aquella figura llegó donde estaban la muchacha, Gato Negro y Chew Wang. Y dirigiéndose jadeante a este último, le preguntó:

–¿Estás bien, Chew Wang? ¿Te ha ocurrido algo? ¡Hace horas que os espero con desespero!

–No te preocupes. Abandona la consternación y la preocupación porque ya estamos aquí. Ha sido una travesía complicada, pero gracias a Carmesina y a Gato todo se ha superado.

–¿Así que tú eres Carmesina? –se dirigió a la muchacha suspirando aliviada.

Carmesina dijo que sí.

–Yo soy Griselda, la muchacha más vivaracha, la princesa que se escapó de su cuento –se presentó–. Me conoces, ¿verdad?

Carmesina ingenuamente dijo que no y Gato Negro se llevó las manos a la cabeza, pensando en la insensatez con la que había hablado su amiga.

–¿Cómo es posible que no me conozcas? –inquirió Griselda, extrañada–. ¿No conoces la historia de Bella y Griselda? ¡Yo soy esa Griselda!

Carmesina seguía sin saber de quién se trataba. Griselda se desesperaba.

–Gatito, ¿aún no le has explicado mi historia a la muchacha? –le reprochó a Gato Negro.

El felino intentó disculparse, pero Griselda lo interrumpió:

–Pues verás, Carmesina, yo era una princesa que vivía en un cuento que un escritor se…

Chew Wang frenó la verborrea de Griselda:

–Griselda, tranquilízate. Ya tendrás oportunidad de explicarle tu realidad a la muchacha. Pero ahora es el momento de que continuéis el viaje. Nuestro tiempo no es eterno.

–¿Sin ti, maestro? –preguntó Carmesina a Chew Wang.

–Otros nuevos destinos has de hallar lejos de aquí, sin mí.

–No te preocupes, Carmesina –dijo Griselda–. Yo cuidaré de ti y, lo que es mejor, nos lo pasaremos genial, que buena falta te hace… ¡Vaya cara tan alargada que tienes!

Inmediatamente, Carmesina se palpó el rostro asustada por las palabras. ¡Uf, estaba como siempre! Su cara no estaba desproporcionada. Después de haberse decolorado y casi desdibujado, ya se esperaba cualquier cosa en el mundo de los cuentos. ¡Hasta incluso tener el rostro alargado y deformado!

–Venga, vámonos –ordenó Griselda.

–¿Ya? –preguntó Gato.

–Por supuesto– afirmó la ex princesa.

–¿Hacia dónde? –quiso saber Carmesina

–Hacia arriba. Mira –contestó Griselda y, de la nada, sacó un globo que empezó a tirar de ella hacia arriba–. ¡Vamos, cogeos a él!

Carmesina pensó que la ex princesa estaba zumbada, pero Chew Wang la animó a seguirla, de manera que la muchacha, sin estar del todo convencida, se cogió al globo junto a Gato Negro. Antes de salir volando, Griselda se soltó y acercándose al maestro, díjole:

–Perdonarás mi osadía, pero hay algo que debo hacer antes de marchar.

Y sin más dilación, tomó a Chew Wang de la solapa de su quimono y arrastrándolo hacia ella, pegó sus labios a los suyos. Y el maestro no dijo que no, sino al contrario: se dejó llevar y el leve roce de sus respectivos labios acabó convirtiéndose en un beso prolongado. Carmesina y Gato miraban estupefactos la escena mientras el globo empezaba a elevarse.

–¡Eh, Griselda, ¿a qué esperas?! ¡Que el globo se va! –gritó Carmesina algo asustada porque sus pies ya no tocaban tierra.

Pero ni la ex princesa ni el maestro escuchaban. Finalmente, Gato saltó de la cuerda, se acercó a ella y tirando de su falda consiguió separarla de los labios de Chew Wang, quien, aún perplejo, se quedó sin palabras y sentencias por primera vez en su vida.

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Griselda y Gato corrieron ha-cia el globo, que ya se eleva-

ba. Ella saltó hasta alcanzar la cuerda y Gato, de piernas cortas

pero ágil, se lanzó a la mano de Carmesina. Así, los tres, prendidos

del globo, empezaron a surcar el cielo, cada vez más alto, dejando aquel paisaje

mágico y a Chew Wang que, aún sorpren-dido por la efusividad de Griselda, se despe-

día sin poder articular palabra.

El globo seguía el ritmo de los vientos, oscilando entre cielos claros y despejados, donde sólo asomaba alguna nube algodonada. Desde aquella perspectiva, Carmesina sintió la libertad de un pájaro que dominaba los lugares por los que pasaba. Todo era tan ridículamente pequeño desde allí… y todo parecía estar al alcance de su mano… Por primera vez en mucho tiempo, el instinto de pintar llamó a su puerta de los deseos y hubiera querido retratar todo lo que desde allí se veía. ¡Lástima! No podía, pues hubiera caído al vacío si se soltaba de aquel globo para coger sus pinceles.

Durante el trayecto, Griselda y Carmesina hablaron de su pasado, de su presente y su futuro. Por fin, la primera se quedó satisfecha explicándole cómo ella y su amiga Bella habían sido princesas encerradas en

un cuento demasiado cruel y que un día decidieron escapar, con el objetivo de ser ellas mismas, del destino que el autor del relato les había impuesto.

–¿Y dónde está ahora tu amiga Bella? –preguntó Carmesina.

–¡Ay, mi querida Bella! Decidió seguir camino ella sola –contestó una apenada Griselda–. Y no te creas, al principio, me dolió. Toda la vida juntas, las princesas que no querían serlo, y, de repente, me dice que ha conocido a la Ceni, una versión moderna de la Cenicienta, y que se va con ella. Me han llegado rumores de que estuvo con ella viviendo en una comuna hippy, practicando yoga y haciendo meditación transcendental hasta que Bella se cansó. Entonces se hizo amiga de Torpina, una chica que regenta una escuela donde se valoran la torpeza y las diferencias, y de la comunista Caperucita –de ahí el rojo de su capa–. Con ellas se largó a otros planetas, abandonando durante algún tiempo el mundo de los cuentos y el de la realidad.

Carmesina estaba sorprendida con la historia de aquellas muchachas. Admiraba aquella determina-ción, aquella valentía para tomar las riendas de su propia vida. Eso es lo que querría para ella misma, pensó.

115

No sabía si había pasado mucho o poco tiempo entre conversación y conversación, pues la charla era tan entretenida y agradable que cuando se fijó, bajo sus pies el paisaje había cambiado y ahora se alzaban enormes edificios, rascacielos y, al fondo de ellos, pequeños bultos moviéndose a un ritmo trepidante.

–¿Qué es eso que se ve ahí abajo? –inquirió.

–¡Huy, me he despistado! –exclamó Griselda–. Ya hemos llegado. Vamos, Gato, ahora te toca actuar. ¡Es hora de pinchar el globo con tus uñas afiladas!

Carmesina puso cara de espanto, pero apenas tuvo tiempo para reaccionar. En ese mismo momento, se oyó el globo deshinchándose y los tres empe-zaron a descender a toda velocidad hacia aquella mole de ciudad. Carmesina estaba tan asustada que ni la voz le salía. Con un grito ahogado en la garganta, cerró el ojo y simplemente siguió cccccccaaaaaaaaaaaaayyyyyyyyyyyyyyyyeeeeeee eeeeeeeennnnnnnnddddddddooooooooo

Los tres chocaron contra algo mullido. Carmesina abrió su ojo y miró dónde habían caído: un montón de cintas negras y grises. Mientras Gato intentaba desliarse de ellas, Carmesina tiró de una para ver de cerca de qué se trataba. ¡Ahora sí que estaba asombrada! ¡Era cinta de película! ¡Como las que utilizaban antiguamente! Griselda las miraba y sonreía:

–¡Ésta sí que es buena! –se reía compulsivamente Griselda.

–¿Qué ves? ¿Qué ves? –preguntó Carmesina justo en el momento en que Gato consiguió desliarse.

–Al empanado de Buster Keaton. ¡Ja, ja, ja, qué divertido!

Riendo y descubriendo los fotogramas de cada cinta estaban, cuando se oyó una potente voz procedente de una sala adyacente:

«Silencio. Se rueda. Escena 23. Toma 3.»

hasta que

Boff! Boff!

Boff!

117

Los tres intercambiaron sus miradas y, divertidos, decidieron ir a ver qué se escondía tras ese mensaje.

A medida que iban acercándose al plató de rodaje, que se ocultaba tras un muro de cartón piedra, oían el diálogo que se estaba interpretando:

–La parte contratante de la primera parte es la parte contratante de la segunda parte. Y si la parte contra-tante de la primera parte es la parte contratante de…

Carmesina ya estaba riéndose por lo surrealista de aquellas palabras, cuando Griselda se asomó al set de rodaje y le informó:

–¡Son los hermanos Marx!

Y, seguidamente, Carmesina y Gato se asomaron también para ver qué se cocía en aquel plató. Así, los tres escondidos para no ser vistos, miraron con curiosidad aquel momento sin sentido.

–¡Corten! Toma buena –se volvió a oír la voz.

Los tres miraban embelesados y con una sonrisa en los labios todo lo que los rodeaba y, de este modo, descubrieron en ángulo contrapicado la magia del espacio, en plano detalle las cámaras, en plano medio al director y, en primer plano, a los actores; mientras, las maquilladoras se movían a cámara rápida. Era tal su velocidad que casi ni se enteraron cuando pasó junto a ellas uno de aquellos actores con un bigote pintado y un puro en la mano y las saludó con toda naturalidad.

De repente, alguien les llamó la atención. Todos pegaron un respingo al ser descubiertos, pero cuál fue su sorpresa cuando les plantaron unos disfraces para que se los pusieran.

–«Actuáis en 10 minutos», les indicó un chico del rodaje.

Corrieron tras los otros actores y extras para prepararse y maquillarse. Gato fue tras ellos, escondiéndose en la medida de sus posibilidades de miradas ajenas, pues temía ser descubierto y catapultado, no hacia la fama, sino hacia la puerta de salida. Si ya se había reído, sin sonrisa, como hacen los felinos, al ver rodar aquella escena de la película, casi se cayó al suelo desternillado cuando ambas muchachas aparecieron disfrazadas de camareras de barco.

Y de aquella guisa rodaron una escena que sólo en la toma decimonovena dieron por válida… «¡Y también dos huevos duros! ¡Mooc! ¡Mooc!, ¡En lugar de dos ponga tres!», decía parte del diálogo de una escena que obligó a Carmesina y Griselda a moverse apretujadas en un camarote de un falso barco creado en un estudio. Pero era tanta la risa que se contagiaban ambas muchachas, que las acabaron echando de aquel rodaje porque hasta Groucho Marx estaba cansándose de repetir su parte del diálogo. «¡Mooc! ¡Mooc! ¡Que sean tres huevos duros en lugar de dos, y uno de pato! ¿Tiene bizcochos borrachos?».

118

Con la sonrisa aún puesta, la muy aventurera Griselda se escabulló por otros platós, y tras ella fueron Carmesina y Gato, divirtiéndose como nunca. Se cruzaron con Oliver y Hardy en un plató y con Buster Keaton, tan impertérrito como de costumbre. Bailaron escondidos mientras grácilmente se movían Fred Astaire y Ginger Rogers al son de Cheek to cheek. Vieron a Errol Flynn con mallas, lo cual provocó más carcajadas a las muchachas, a quienes observaba con curiosidad una niña de tirabuzones rubios, la cual le recordó a Griselda a su apreciada amiga Bella. En realidad, era una incipiente Shirley Temple.

Siguiendo su recorrido, la osada ex princesa entró en otro lugar, un pequeño estudio donde alguien llamado Walt daba retoques a unas ilustraciones. Griselda le susurró al oído:

–Es el cuento de siempre, el de Blancanieves. ¡Qué harta estoy de que sólo sepan hacer princesas que esperan! ¡Ya podrían hacer una película de mí!

–Pues tienes toda la razón. Serías una gran protago-nista. Seguramente, muchas cosas cambiarían si, en lugar de querer ser Blancanieves y Bellas Durmientes esperando a un príncipe azul, hubiera más Griseldas tomando las riendas de su propia existencia.

Y entre bobinas y rodajes se pasaron todo el día riendo. Incluso se colaron en un pase privado y subieron al Empire State con King Kong, mientras Gato, ya rendido, dormitaba y ronroneaba entre las piernas de Carmesina. Al final, ambas cayeron agotadas de tanta risa y alegría. Pero, entre carcajada y carcajada,

oyeron un lamento, un quejido. Ambas chicas se acercaron a ver qué ocurría. ¿Quién estaría aún allí, tan entrada ya la noche?, se preguntaron. Finalmente hallaron la respuesta: en medio de un plató desierto, sentado en el suelo, un hombre de traje y bombín negro, rodeado de hojas desparramadas, se quejaba.

–¡No, no, no! Esto no tiene ningún sentido. ¡Maldito cine sonoro! –se lamentaba–. ¿Dónde estás, inspira-ción?

Y aunque las muchachas querían pasar desapercibidas, Carmesina no pudo reprimir la contestación:

–Está dentro de ti –le sugirió.

El hombre de negro se volvió con los ojos apenados.

–No lo dudo, señorita. Sin embargo, soy incapaz de acabar esta escena.

–A ver, cuéntanosla –le sugirió Griselda mientras se sentaban junto a él.

Les explicó que la escena formaba parte de un guión que hablaba sobre un mundo mecanizado donde los hombres se convertían en piezas de una cadena de producción. «¡Cómo me suena todo esto. Es como mi mundo sin color!», pensó Carmesina. Tras comentar y garabatear algunas ideas en la libreta del hombre de negro, entre las dos muchachas le regalaron una idea fantástica que resolvió su falta de inspiración. Y al escucharla, el semblante preocupado del hombre se relajó hasta convertirse en una magnífica sonrisa, clara y profunda como ninguna.

121

–No hay día más perdido que aquel en que no hemos reído –sentenció–. ¡Hoy vosotras habéis conseguido que mi día tuviera sentido!

–¡Tienes razón! Entonces para nosotras hoy ha sido un día ganadísimo, pues hacía mucho tiempo que no reía tanto como hoy –comentó una alegre Carmesina.

–Ha sido un día estupendo. ¡Es que es tan fácil sonreír en este lugar tan espectacular! –observó Griselda.

–Sí, pero recordad que la auténtica alegría es aquella que, como la inspiración, surge de dentro y nos hace ver la vida desde otro prisma. Nuestro entorno puede ayudar, pero no podemos depender exclusivamente de él. La alegría transforma primero los paisajes interiores y después el exterior. ¡Y es que con sentido del humor todo es más fácil! Os lo puedo asegurar.

–¡Y con sentido del humor somos capaces incluso de reírnos de nosotros mismos! –apuntó Griselda.

–¡Y nos abrimos a la amistad y a darle color a nuestra vida y a la de los demás! –continuó Carmesina con aquella proclama.

–¡Bien dicho! –convino, sonriendo, el hombre de negro.

–Y, y, y… ¡¡Aaaaaahhhh!! –bostezó Gato recién despertado–. ¡Y con sonrisas enriquecemos nuestra imaginación y empequeñecemos los miedos y temores!

Así estuvieron hasta altas horas de la madrugada, enumerando y celebrando todo lo bueno que tenía la alegría y el sentido del humor. Llegado el momento, y sin dejar de sonreír, se despidieron de aquel hombre de negro. Mientras se iba del estudio con su bastón, al que hacía girar en el sentido de las agujas del reloj, la curiosa Carmesina le preguntó qué título tendría aquella película sobre la que estaba trabajando:

–Tiempos modernos –contestó sin vacilar–. ¡Espero que algún día la veáis!

Después de aquel encuentro, las risas se amortiguaron y dejaron paso a un velo de silencio que se posó entre los tres. Carmesina estaba agotada de tanta risa, pero era un agotamiento tan estupendo… Sin embargo, como era habitual, su cabeza no dejaba de pensar y una pregunta surgió parar romper aquella tranquilidad:

–¿Por qué será que el mundo real no acaba de cambiar? Cuando no es un mundo mecanizado para los hombres, es un mundo sin colores… No sé qué pasa que siempre acabamos cayendo en lo mismo. ¿Cuál es nuestro estado natural? ¿Cómo podríamos volver a él?

122

–Seguramente alguien debe de saberlo, pero ésa no soy yo. Lo siento. Tal vez, alguna tribu ancestral pueda ayudarte, de aquellas que vivían arraigadas a la tierra, con mayor plenitud y sentido, en una época donde los hombres no podían ser máquinas y el mundo irradiaba tonalidades.

–¿Y quiénes son ésos? ¿Tú los conoces?

–Coge tus lápices y pinceles, que voy a describírtelos: viven en un lugar desértico, donde el aire es cálido y las llamas y los zorros campan a sus anchas…

Y mientras Griselda le describía detalladamente aquel lugar y a aquellas personas, Carmesina los convertía en imágenes. Al acabar la lámina, se la mostró a la ex princesa y a Gato Negro. Este último no pudo reprimirse:

–¡Es cuasi cuasi igual! ¿Vamos allá?

Carmesina se despidió de Griselda agradeciéndole la compañía de aquel día y la alegría despertada en su alma.

–¡Sigue sonriendo, Carmesina! Cada vez que sonríes, retornas a tu propio yo, rescatas a tu niña interior. Deja de pensar y, simplemente, disfruta con los lápices de colores.

Carmesina sentía que Griselda tenía razón y la abrazó tan fuerte como pudo, despidiéndose sin saber si volverían a verse.

–Me voy a ver si encuentro al tal Walt para que haga una buena película basada en mi historia. ¿Blancanieves? ¡Puajjj! ¿Bella durmiente? Fuera. ¡Griselda, la muchacha más vivaracha! Eso sí que es un gran título para una película, ¿no te

parece, Carmesina? –decía Griselda mientras desaparecía por los estudios.

Con la sonrisa aún puesta, una vez solos, Carmesina y Gato se cogieron de sus respectivas mano y pata y saltaron de un brinco decidido y claro hacia la lámina. Por primera vez en mucho tiempo, la muchacha se sentía segura sobre sus pasos.

¿Cuánto duraría?

Ilustrado por Desiree

Yo me celebro y yo me canto,Y todo cuanto es mío también es tuyo,

porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca.

“Canto a mí mismo”, Walt Whitman.

125

«Aire. Tierra. Todo lo que te rodea es hermoso.

Despierta de tu profundo sueño. Despierta a la ilusión. Despierta a la vida.

Cántate a ti misma las mayores alabanzas porque eres universo, eres vida.

Despierta a la ilusión. Despierta a la vida.»

Despierta de tu profundo sueño.

Aire. Tierra. Todo lo que te rodea es hermoso.

El tiempo pasa inexorablemente, pero en la calma hallarás el reposo y el gozo.

Inhala la vida. Toca la tierra. Disfrútala porque te da amor y tú se lo das.

Eres el todo y la nada. Las sombras y la luz. Acéptalo y despierta.

Despierta a la ilusión. Despierta a la vida.»

Despierta de tu profundo sueño.

Aire. Tierra. Todo lo que te rodea es hermoso.

El tiempo pasa inexorablemente, pero en la calma hallarás el reposo y el gozo.

Oyendo estas palabras, Carmesina se despertó como otras veces. Le parecía que ya eran tantas las ocasiones en que había abierto su único ojo en aquel viaje que tuvo la sensación de que había pasado mucho tiempo. ¿Cuánto? ¡Difícil calcularlo!

Curiosamente, al abrirlo seguía sorprendiéndose por lo que veía. Cada vez algo distinto. Y aquella sensación le gustaba, sin saber que no sólo era por la novedad que la rodeaba, sino porque su mirada ahora veía cosas que antes no lograba ver.

Frente a ella, en el interior del pucará, se hallaba un hombre de piel tostada cubierto con ropajes de colores intensos, que se presentó como un atacameño de espíritu y corazón mientras seguía pronunciando aquellas bellas palabras:

–Aire. Tierra. Todo lo que te rodea es hermoso.

Esta vez Carmesina no preguntó dónde se hallaba, poco le importaba. Estaba embelesada siguiendo el ritmo cadente de aquellas palabras. Y siguió escuchando en silencio, esbozando una sonrisa como progresión de las sensaciones agradables que la invadían, mientras acariciaba el pelaje de Gato Negro, que se hallaba sentado en sus faldas. Podría decirse que ambos, muchacha y gato, ronroneaban de gusto, porque en ese momento todo era perfecto. No había preguntas. No había respuestas. Sólo el instante en que se encontraban. Realmente, todo era hermoso, como le declamaba el hombre que seguía con su melódico discurso.

–El aire protege y da vida a la tierra. La tierra da libertad al aire para fluir. El aire y la tierra han formado parte de un único todo, de un único universo. Sin embargo, el ser humano, que también es aire y es tierra, empezó a desear más de lo que podía tener. Todo comenzó como un deseo de conocer, de ir más allá, y ese deseo se convirtió en un querer más. El equilibrio entre razón y sensación fue difuminándose y la posesión empezó a quebrar el equilibrio natural. Como consecuencia de esos enfrentamientos, tierra y aire empezaron a separarse, cada uno tomando sendas diversas. Los hombres y las mujeres estaban haciendo florecer el germen del odio y la cerrazón y, por ende, aire y tierra también empezaron a enfadarse. Enfadarse entre ellos y con los demás. En realidad, no conocían la razón, pero fueron distanciándose, reclamando su propia atención, actuando por separado. Y el aire comenzó a viciarse y la tierra a resquebrajarse. Incluso el tiempo se empezó a acelerar. Nada seguía su curso normal.

Carmesina continuaba escuchando aquellas frases, aquellas palabras que le llegaban a lo más hondo. En el fondo, ella conocía esa realidad, la había vivido y, tal vez, por eso, esas palabras le resonaban aunque ahora estuviera anclada en la tierra de aquel lugar.

–Nosotros cantamos a la madre tierra, recla-mamos las lluvias, pedimos con bailes y danzas ancestrales la comunión de

ambas, de tierra y aire, pero nada servía. Y con el aire irrespirable, la tierra estéril, el tiempo sin tregua, los seres siguieron luchando por conseguir tener más aire, más tierra o más tiempo. ¡Intentos frustrados! Unos querían más aire para inhalar esperanza. Otros deseaban poseer y fecundar más trozos de tierra. Y otros invirtieron en bonos de tiempo para intentar robarle minutos al día, para alcanzar la eternidad en vida, para poder lograr lo que los demás no conseguían.

–Robarle minutos al día… –repitió Carmesina para sí misma. Ella también conocía esa sensación. En realidad, ¿quién no conocía esa sensación de aceleración en su mundo?

El atacameño continuó:

–Y cuando el aire ya no era puro y no le brindaba la oportunidad a la tierra de seguir creciendo. Y cuando la tierra prohibió al aire filtrarse y moverse con libertad. Cuando los polos se deshacían, cuando el sol quemaba más de lo normal, cuando no había tierras sanas donde plantar y los animales se alimentaban de sustancias inventadas, sólo entonces los humanos reaccionaron. Pero no por amor, sino por egoísmo al ver que su mundo se destruía. Empezaron a poner parches, a convocar inútiles reuniones de poderosos faltos de empatía y en la gris oscuridad de tu mundo, algunos colores surgieron y parecieron extenderse, pero yo te pregunto: ¿esos colores son los auténticos?

Por primera vez, el hombre había interrogado directamente a Carmesina. Ésta titubeó:

–No lo sé, no estoy segura, pero según lo que cuentas, me parece entender que todo lo que hice, que todo lo que logré, todos los colores que redescubrí al mundo, ¿no fueron reales? ¡Eso no es posible! –se lamentó una airada Carmesina.

–Carmesina, creo que el atacameño no está diciéndote eso exactamente. Estás sacando conclusiones que no son reales –le dijo Gato–. Detente y siente lo que te dice.

El indígena guardó silencio. Carmesina reflexionó.

–¿Quieres decir que los auténticos colores son los que traigo yo en mi paleta, los que habéis ido enseñándome en el mundo de los cuentos? Tal vez tengas razón, los de mi mundo son inventados, falsos, creados por la necesidad, no por la voluntad auténtica. Entonces, ¿qué debo hacer para que vuelvan los auténticos colores a mi mundo?

–Empezar por tu propio espacio, por ti misma. Sólo cuando las personas entiendan que son aire y tierra y que deben pleitesía a esa composición, a sí mismos y al mundo entero, entonces reaccionarán y los auténticos colores surgirán para su bien y para el de los demás. En lugar de ritmos frenéticos, de querer y no poder, de desear en lugar de conocer, uno ha de renacer para poder extender… Uno ha de escuchar a su yo y después podrá ayudar a los demás.

Y al pronunciar esas palabras, un escalofrío recorrió el cuerpo de Carmesina. Como si alguien la hubiera tocado, como si un susurro le hubiera acariciado el oído. Incluso, Gato lo notó y sus pelos negros se erizaron por un momento.

129

–Venid, Carmesina y Gato, quiero enseñaros algo para que logréis entender.

Y los tres salieron del pucará, donde el felino descubrió con disgusto a un pequeño zorro que custodiaba la entrada. Al verlo retrocedió tres pasos, pero pronto se dio cuenta de que aquel animal era fiel y pacífico y dejó de padecer. Sin embargo, Carmesina apenas se había percatado de la presencia del animal, porque lo que vio ante ella la había sorprendido sobremanera. Mientras escuchaba al indígena, la muchacha había imaginado que tras esos muros de piedra, barro y paja se hallaría un lugar de vegetación desbordante, de manantiales que brotaban en un fluir constante, de animales salvajes que campaban a

sus anchas. Pero lo que había allí no era nada de eso: frente a ellos se extendía una inmensa explanada desértica, salpicada de montañas lunares y, a lo lejos, se vislumbraba un gran salitral.

Gato también se sorprendió y rápidamente pensó en su eterno escudero de tropelías:

–Si Salero viera este lugar se quedaría a vivir aquí… Es como si mil saleros se hubieran vertido al mismo tiempo. ¡Uf! Si esto no da mala suerte ¡ya nada puede hacerlo!

Carmesina no había prestado atención a su compa-ñero, pues seguía intentando entender lo que la rodeaba.

–¿Cómo podéis vivir aquí? –preguntó asombrada–. Es árido, áspero, seco. Aquí no hay colores. ¿Por qué me has hablado de ellos, si vosotros tampoco los tenéis?

–Estás equivocada. Mira el horizonte y espera.

Carmesina siguió la línea que le marcaba el brazo del indígena y miró atentamente. Al cabo de unos segundos, se lamentó:

–No veo nada.

–Paciencia. Mira con tus ojos verdaderos –le sugirió el atacameño.

La muchacha volvió a levantar la vista y, escrutando el cielo, pudo ver una luna perfectamente redonda y

más estrellas de las que jamás había visto en su gris mundo. Así estuvo tiempo, embelesada ante aquella imagen hasta que, en la línea del horizonte, el Sol empezó a surgir, extendiendo su manto de colores en las dunas y en las rocas de las montañas, reflejándose en el salitral.

–Aquí también caímos en la trampa. Hace muchos miles de años… –continuó el hombre–. A veces los mundos de la imaginación y los cuentos tampoco son perfectos. Cuando el clima cambió y nuestra fértil tierra se transformó en lo que ahora ves, la desolación nos invadió. Si aquél era nuestro destino, nuestra tribu estaba muerta como inerte era la tierra. Sin embargo, una noche de luna llena como la

de hoy, oímos un zumbido que nos despertó y alertó nuestros sentidos. Era un sonido desconocido y nos asustamos: ¿una fiera?, ¿una tribu enemiga? Y de repente de la tierra emanó una chimenea de aire y agua, de vapores que se alzaron casi hasta el cielo. Entendimos que habíamos juzgado mal a nuestra tierra, como a nosotros mismos. Nada estaba muerto, porque la vida surgía allí donde menos se esperaba, explotando desde las entrañas. Incluso, soles y lunas después, brotaron flores del desierto, plantas de las rocas… Como ves, nosotros también juzgamos mal

nuestro entorno: en realidad, aquel mes de junio se convirtió en una primavera, en un abril para nuestras vidas. Pero entonces recordamos la esencia de lo que fuimos y de lo que somos y empezamos a valorarnos y a valorar lo que nos rodeaba… Aire. Tierra. Todo lo que te rodea es hermoso.

Carmesina y Gato estaban escuchando atentos las palabras del atacameño y observando el amanecer cuando un rayo rompió los colores del cielo. El sobresalto los alteró a los tres, pero especialmente al indio.

–Creo que la gris tormenta se encamina hacia estas tierras –anunció.

–Entonces deberíamos irnos, Carmesina –señaló con firmeza Gato Negro.

–Sí, mejor será, porque me temo que viene siguiéndoos –advirtió el atacameño.

–¿La tormenta viene a por nosotros? –preguntó incrédula la muchacha.

–No es una tormenta cualquiera. Ha adquirido esa forma, pero lo que se esconde tras ella es otra cosa. Estoy de acuerdo con Gato. Es mejor que os vayáis.

000

–Pero ¿qué es? ¿Hacia dónde hemos de ir?

–Corred hacia el sur, cruzad el desierto y la tierra del fuego, hasta que no podáis más, hasta que la tierra llegue a su fin.

–Pero, atacameño, ¿qué debo hacer para devolverle los colores al mundo? No estoy segura de si lo he entendido.

–Recoge el verde, que es el amarillo de la tierra y el azul del aire, y añádelo a tu paleta. Pero recuerda: sólo cuando vivas según tu propio yo podrás ayudar al mundo real. Y no únicamente a él, sino también al mundo de la imaginación y los cuentos. Sin los humanos, sin su fantasía e imaginación, nosotros no existiríamos… Sólo cuando cada uno empiece a ver el mundo desde otros ojos, la propia vida y la de los demás comenzarán a cambiar.

Otro rayo, seguido de un estruendoso trueno, rompió las palabras.

–¡Vamos, Carmesina! No podemos esperar más –gritó Gato mientras empezaba a correr en dirección sur, tal como le habían indicado.

–Pero ¿cómo sabré que vivo según mi propio yo? ¿Dónde podré recuperarlo?

–A veces no hay que hallar respuestas con el intelecto, pues la única solución se halla más cerca de lo que pensamos, en nuestro interior –respondió el atacameño colocando su mano sobre el pecho de Carmesina.

Y recogiendo el verde tierra con su propia mano y guardándolo en uno de sus bolsillos, Carmesina le dio las gracias:

–Gracias por dejarme llevar un pedacito del color de tu tierra.

–También es tu tierra, Carmesina. Haz buen uso de ella.

Y salió corriendo tras los pasos de Gato Negro, que ágilmente avanzaba por los áridos caminos de tierra, aire y sal.

Ilustrado por David

135

Carmesina y Gato avanzaron corriendo todo lo que pudieron por aquellos parajes de roca y desierto. Poco a poco el calor había derivado en un clima cada vez más gélido.

Las montañas áridas habían ido transformándose en cimas nevadas, las dunas habían dejado paso a campos de escarcha, pero había algo que permanecía, que los acechaba: la tormenta. Desde que habían abandonado las tierras del atacameño, ésta les había seguido los pasos. Ambos, cada vez con más frío, se sentían agotados y empezaron a dudar si serían capaces de llegar al destino que el indígena les había indicado. Además, un pensamiento acechaba a Carmesina: ¿qué sucedería al llegar donde el mundo finalizaba? Tenía la sensación de huir hacia algo totalmente desconocido, lo que le producía una inquietud y un desasosiego extraño.

Cuando la zancada amplia y veloz se transformó en paso rápido y éste en marcha lenta, Carmesina preguntó a Gato:

–¿Por qué no dibujamos en una lámina el lugar adonde vamos y así llegaríamos antes? La tormenta continúa a nuestras espaldas y empezamos a estar demasiado cansados.

–Es una buena idea, Carmesina, pero ¿cómo vamos a dibujar un lugar que ninguno de los dos conoce?

–¿Tú tampoco has estado allí donde vamos, Gatito? –preguntó extrañada Carmesina.

–No, nunca. Es un lugar mítico, al que normalmente

los personajes de los cuentos y la imaginación no tenemos acceso. Es el fin de nuestros mundos, es el final de la historia y a muy pocas personas se les permite llegar allí. De hecho, muy pocas personas logran alcanzar ese destino.

–Y eso ¿por qué?

–Creo que es mejor que no te lo explique…

Carmesina frunció el ceño ante la contestación.

–Gatito, Gatito, ahora es cuando me dirás que hay muchas cosas que yo desconozco, ¿verdad?

–¡Exacto! Eres una chica muy inteligente. Mejor dejarlo ahí.

–Pues eso no me sirve de consuelo –repuso Carmesina acechando a Gato Negro para cogerlo del pellejo–. Yo quiero saber y tú vas a contármelo…

Desde el mundo de la imaginación y los cuentos, la mayoría de los personajes se habían vuelto a reunir a sabiendas que Carmesina y Gato Negro se acercaban al fin del mundo.

–Espero que Gato cierre su boca y no le explique nada a la muchacha –pio Serafín.

–Pues yo creo que tú deberías habérselo advertido –sugirió Salero al indígena.

–¿De qué hubiera servido? –se defendió el atacameño.

–Al menos estaría precavida…–comentó Griselda.

–Pero tal vez no viviría la experiencia de igual manera –sugirió Fiamma.

136

–Tranquilos. No os preocupéis. Tarde o temprano lo sabrá… –sentenció Chew Wang–. Además ahora ella está más preparada para escuchar la verdad.

–¿Estás seguro de eso, maestro? –preguntó Griselda, situada bien cerquita de él.

Y el maestro respiró hondamente por respuesta.

Mientras tanto, Carmesina había conseguido coger a Gato por el pellejo, quien se removía sobre sí mismo con la intención de soltarse. Pero sin ver otra posibilidad de escapatoria y no queriendo utilizar sus uñas afiladas contra la muchacha, le empezó a explicar la verdad:

–Dicen que para llegar donde el mundo acaba, antes hay que lograr cruzar un laberinto que pone a prueba a todo aquel que se adentra en él. No sé nada más, te lo juro, pero cuentan que quien allí entra debe enfrentarse a retos personales, a peligros nunca antes asumidos.

Carmesina sintió el miedo apoderarse de su cuerpo:

–Tal vez, podríamos tomar otro camino, otra ruta diferente. ¿Está muy lejos aún ese lugar?

–Me temo que no –contestó Gato Negro.

Y señalando con una de sus patitas hacia la lejanía, Carmesina descubrió una especie de altos muros de témpanos y carámbanos de hielo que se erigían formando algo similar a un laberinto.

–¿Y si no quiero entrar? –planteó Carmesina.

–No nos queda más remedio, la tormenta nos acecha y ya está muy cerca.

Carmesina estaba confusa, perdida. Se detuvo y, ofuscada, no dejó de pensar en el porqué del laberinto. Pensaba que todo eso ya había acabado, que había logrado entender muchas cosas tras su viaje por el mundo de los cuentos. ¿Por qué no podía volver junto a Chew Wang a seguir aprendiendo con tranquilidad y en estado de paz en lugar de seguir luchando? ¿Por qué no podía divertirse con Griselda en vez de tener que preocuparse por lo que estaba a punto de ocurrir? O lo que era mejor, ¿por qué no podía volver junto a Marcelo y seguir explorando el mundo y todo lo que ello suponía?

–Carmesina, muévete –sugirió con firmeza el felino.

El frío parecía intensificarse. El viento azotaba con fuerza. Pero Carmesina no se movía.

–Carmesina, es hora de seguir –le gritó nuevamente Gato mientras el viento soplaba de manera que casi se lo llevaba en volandas.

De repente, otro trueno, esta vez enorme, extendió su eco por la planicie. Con él, Carmesina pareció despertar de tanta pregunta.

–Si no nos queda más remedio… ¡Corramos, Gato!

Y los dos, ¡piernas ayudadme!, penetraron en aquel lugar de pasillos de hielo. Sin ton ni son, empezaron a recorrer el laberinto, pero sus piernas eran demasiado cortas y su paso no lo suficientemente veloz para que la tormenta no los alcanzara. Una lluvia torrencial empezó a caer empapando a Carmesina y a Gato, quien odiaba el agua. El viento azotaba ahora en forma de temporal y la lluvia se transformaba en puntas de hielo que se cernían sobre ellos. Los dos amigos apenas podían ver lo que había por delante. Así era imposible que pudieran descubrir la salida de aquel lugar.

–¿Por dónde hemos de ir, Gato? –preguntó una desesperada Carmesina.

–No lo sé. ¡Ojalá conociera el camino! –contestó una bola de pelos negra que ya no parecía ni un felino.

Aunque apenas podían ver, seguían adelante co-rriendo paralelamente, intentando huir del temporal y encontrar una salida. Pero mientras Carmesina huía físicamente, su mente se anquilosaba en pensamientos reincidentes: «¿Por qué esto ahora? ¿Por qué a mí? ¿Por qué no puedo quedarme en la comodidad del mundo de los cuentos?». Y aquellos interrogantes sin respuestas y aquel conformismo que la invadía estaban agotándola mucho más que la huida, de tal manera que, sin apenas energía y cansada en todos los sentidos, alguien inesperado apareció a sus espaldas, en el fondo de uno de los pasillos de aquel laberinto: Desidia. Con su cabellera de hilos empapados y su figura informe y desgarbada se acercaba sin piedad a la muchacha, que no pudo evitar girarse para mirarla.

–¡No la mires, sigue adelante! –le sugirió Gato.

Carmesina, siguiendo el consejo de su compañero, salió corriendo, pero notaba constantemente la presencia de Desidia tras sus pasos. De nada servía correr y perderse por pasillos y pasillos, aquello no tenía sentido. Y cada vez, Desidia, con sus pérfidos hilos se acercaba más y más. Y sus escuálidas manos parecían casi acariciar el oscuro pelo de la muchacha.

–Corre más, Carmesina, corre más… ¡No tengas miedo! ¡No dejes que las sombras aparezcan! –gritó Gato.

Pero de nada servían sus palabras. El temor ya se había instaurado en su pensamiento, y empezó a notar que la oscuridad despertaba en su interior. Sí, para qué negarlo, estaba asustada como nunca lo había estado. Era un miedo desgarrador.

En el mundo de los cuentos y la imaginación, todos se echaron las manos a la cabeza, incluso Salero, el defensor y escudero de Gato Negro.

–¿Qué ha hecho este insensato Gato? ¡Los ha invoca-do! –refunfuñó Serafín.

–¡Ahora sí que estamos perdidos! –diagnosticó Griselda–. Se han despertado las sombras. ¡Mirad!

Efectivamente, Gato y Carmesina echaron un vistazo atrás y descubrieron con horror que los tres hermanos en forma de sombra se habían unido a Desidia en la persecución.

–No hay salida, Gato. No podremos contra ellos. ¿Cuántas veces hemos pasado ya por aquí? ¡Quiero parar! ¡Quiero abandonar!

–¡Eso jamás! –chilló Gato, estirándole de la falda para llevársela.

–¿Qué más da? –se preguntaba compungida–. Siempre van a estar ahí. Se vendrán conmigo al mundo real.

–No, si tú no se lo permites.

140

–Quiero quedarme aquí… En mi mundo no me dejarán pintar. Siempre me perseguirán los miedos, la pereza… Como hasta ahora. Nada va a cambiar.

–Eso no es verdad. ¿Qué te dijo el maestro? Acéptalos. El primer paso para transformarlos es aceptarlos.

–Pero ¿cómo?

–Tú mejor que nadie lo sabes. Con tu propio yo… Eso dijo el atacameño.

Y como una película a cámara rápida, pasó por el pensamiento de Carmesina todo aquello que había vivido y todo aquello que le habían dicho. Recordó los regalos de Serafín, el afecto vital de Fiamma, el cálido descubrimiento de Marcelo, los eruditos consejos de Chew Wang, la alegre compañía de Griselda, las vitales enseñanzas del indígena y, sobre todo, la sabiduría de su propio yo.

Pero a pesar de esos pensamientos, Desidia y las tres sombras estaban cada vez más cerca… Apenas unos metros los separaban…

«Aceptar. Superar. Buscar a mi propio yo», se repetía la muchacha.

Y sin más dilación, se detuvo en seco, dándole la espalda a sus cuatro persecutores, quienes se hallaban a escasos metros de distancia. Gato no entendía nada, y tampoco los personajes del mundo

de los cuentos que, nerviosos, observaban la escena.

–Gato, corre –le dijo Carmesina–. Adelántate y busca la salida. Yo iré tras de ti.

–¿Qué vas a hacer? ¡No puedo abandonarte, es mi misión permanecer contigo!

–Tú corre, corre todo lo que puedas y confía en mí.

Y Gato, sin saber muy bien cómo actuar, decidió confiar en su muchacha y salió corriendo, eso sí, sin dejar de mirarla mientras ésta sacaba de su mochila los pinceles y los colores que había ido recopilando.

Mientras tanto, Desidia y las tres sombras habían llegado a la altura de Carmesina. A punto estaban de darle alcance y rodearla, cuando Desidia decidió atacar lanzando un hilo de su cabello con intención de inmovilizarla. No obstante, cuando el hilo estaba a punto de rozar el cuerpo de Carmesina, está se giró, colocó su paleta de colores como escudo y logró esquivar el hilo de Desidia. Con uno de los pinceles en la mano y la paleta en la otra, se dirigió hacia Desidia y las tres sombras, lanzando pigmentos de colores y chorretones de témpera a aquellos seres oscuros.

–Lo que menos puede gustar a seres tan grises es el color. ¡Pues conmigo no venceréis!

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Y cada vez que Desidia se acercaba para intentar lanzarle uno de sus hilos, Carmesina le daba un brochazo a los cabellos, tiñéndoselos de colores diferentes. Y cada vez que lo hacía, Desidia emitía un sonido de desaprobación, un gruñido que se extendía por todo el laberinto asustando a Gato e incluso a los personajes de cuento. Al mismo tiempo, las sombras, inefables, intentaban rodear a la muchacha, pero ella también estaba preparada.

–No me gusta el gris. Lo acepto, debe estar, también nos enseña, pero ahora ya no os quiero más aquí. ¡Huid!

Y con la lluvia algunos pigmentos se habían transformado en acuarelas, en líquidos colores que también lanzaba a las sombras, que salpicadas, tampoco parecían estar contentas.

Y cuantos más colores había, más se enfadaba Desidia y las sombras más reculaban.

En el mundo de los cuentos habían pasado del mayor temor a la mayor expectación, viendo cómo Carmesina estaba transformando a sus propios fantasmas a través de sus propias habilidades. Todos, incluso el maestro, con el corazón encogido por la emoción, esperaban el resultado final de aquella batalla vital.

Las sombras, ante tanto coraje y exceso de color, habían retrocedido. Allí ya no tenían nada que hacer, aquella muchacha estaba actuando con fuerza y determinación, con valentía y sin pudor; por tanto, era mejor huir en busca de otras personas con miedos de los que pudieran alimentarse. Sin embargo, la pérfida Desidia no se dio por vencida y siguió luchando hasta que la muchacha atacó su punto más vital: utilizando un par de pinceles de los que Serafín le había regalado, empezó a liarle sus propios cabellos. Y cuanto más se movía Desidia para intentar liberarse, más se enredaban sus cabellos. Desidia se quejaba, se quejaba con gritos de angustia, pero Carmesina no se amedrentaba. Estaba en plena acción y aquello era lo que Desidia más podía odiar. Alguien en movimiento era muy difícil de dominar. Además, la muchacha sabía que Desidia aún no había aprendido algo importante: que a veces es mejor no luchar y aceptar para luego poder transformar. Así, los pelos de Desidia se continuaban liando, formando una telaraña sin fuerza, hasta que finalmente ésta cayó vencida en su propia trampa: sometida a los pinceles y a los deseos de la muchacha, enredada en sus propios hilos, en sus propias armas. Y sin ellas, no tenía nada que hacer. En aquel momento, la lluvia cesó, aunque las nubes negras aún amenazaban tormenta.

En el mundo de los cuentos todos saltaron de alegría y respiraron tranquilos. O al menos eso parecía.

Carmesina se sentía tan feliz, tan contenta… Tenían razón todos los personajes de cuento y sobre todo el maestro cuando había dicho que era una heroína. ¡Desde luego que sí! ¡Ella era la heroína más grande de su mundo y del mundo de los cuentos y la imaginación! Nada la podría vencer nunca jamás.

Los personajes de cuento, al ver que Carmesina había triunfado, se tomaron un respiro y se apartaron para celebrar la victoria. La muchacha parecía haber cambiado y gracias a ello el mundo real podría continuar inventando más historias y relatos. Sin embargo, no todo el mundo parecía tan dichoso: el maestro Chew Wang no podía dejar de mirar hacia el laberinto. Estaba inquieto. Griselda lo sabía, lo conocía y, al final, no pudo reprimir más la intriga y le preguntó:

–¿Por qué sigues mirando tan atentamente? ¿Algo te preocupa?

Pero no hizo falta que le contestara. La ex princesa pudo ver cómo la victoriosa Carmesina, al dar unos cuantos pasos, dejando atrás a la débil Desidia, se topaba con algo inesperado: bloques de hielo que le impedían continuar por el laberinto. Carmesina giró sobre sí misma intentando escrutar el lugar para saber por dónde avanzar, para averiguar dónde estaba la salida, pero parecía encerrada en aquel lugar. De repente, una voz conocida:

–Carmesina, soy yo.

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Y la muchacha se volvió para descubrir que, frente a ella, reflejada en el hielo, aparecía una figura muy familiar. Tan familiar era que cuando pudo

verla con toda claridad se reconoció a sí misma.

Griselda miró preocupada a Chew Wang.

–Es la prueba final –sentenció el maestro.

Ilustrado por David

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Carmesina se acercó y tocó el hielo donde aparecía esa figura. Aquello no era un espejo: tenía autonomía propia y le hablaba sutilmente:

–¿Por qué estás tan asustada, Carmesina? Soy yo, tu otra mitad.

–¿De verdad lo eres? –preguntó incrédula.

–¿Será posible que no reconozcas a tu otra mitad? –le contestó.

Carmesina se acercó un poco más al hielo y miró al reflejo, autoconvenciéndose.

–Perdóname, pero antes eras más pequeña, una niña apenas –se disculpó Carmesina esforzán-dose por tocar aquel reflejo en el hielo–. No te había reconocido Pero ¡me alegro tanto de verte…! No sabía si volvería a hacerlo.

La figura respondió:

–¡No deberías dudar, Carmesina! Soy tu yo, pero he crecido. No nos engañemos, no podemos ser siempre niños.

La muchacha no contestó, mientras que el reflejo continuó:

–¿No estás de acuerdo en que, después de jugar y viajar, hemos de volver a nuestra realidad, a nuestros quehaceres diarios?

–No sé. Supongo… –titubeó Carmesina–. Entonces, ¿quieres decir que es hora de volver a mi mundo? Porque sí es así, estoy dispuesta y con muchas ganas de pintar.

–¿Pintar? –preguntó algo extrañado el re-flejo–. No, no, Carmesina. Creo que no me has entendido. Eso de pintar está bien, pero sólo de vez en cuando. No es algo fiable, no es algo real. En tu mundo no puedes esperar seguir pintando.

–Pero el indígena dijo que…

–No hagas caso a lo que dijo el atacameño. Él puede decir lo que quiera. Vive en el mundo de los cuentos y la imaginación. Él no tiene que convivir con la realidad, ni ha de trabajar, ni ser alguien en la vida…

–Sí, es verdad… Pero tú me dijiste, la otra vez, cuando eras una niña, que si tú venías conmigo, si permanecías dentro de mí, no seguiría decolorándome en mis rutinas diarias.

–Sí, te lo dije porque era la única manera de guiarte hacia el camino de la sensatez –admitió con un deje de crueldad.

–Entonces, ¿de qué ha servido todo esto? ¿Re-coger los colores? ¿Conocer a los personajes de cuento? –preguntó Carmesina contrariada.

–Ha sido un entretenimiento. Ya te lo he dicho antes: está bien jugar un rato, pero luego hay que volver a la realidad. Todos necesitamos divertirnos de vez en cuando, pero ahora ya debes regresar. Así que destruye los pinceles y lanza por ahí los pigmentos. ¡Nos vamos de vuelta!

Carmesina, sorprendida, retrocedió tres pasos, alejándose del reflejo.

–¿Romper los pinceles…? No entiendo.

–Carmesina, no quiero molestarte, pero deja que te plantee una reflexión: ¿para qué quieres los pinceles y las pinturas si tu mundo ya está lleno de artistas y de personas con ínfulas de crear? ¡Qué más da una más! Si probablemente no vas a lograr nada… No vas a ser nadie…

–Pero…

–¡No hay peros que valgan! –gritó el reflejo para, de inmediato, corregir su tono airado–. Vamos, coge los pinceles y pártelos por la mitad. Es lo mejor para ti.

–Son un recuerdo de Serafín… Me apena romperlos.

–Los recuerdos no sirven para nada en el mundo real, querido yo. Ni los recuerdos ni los afectos. Sólo nos hieren. Es mejor que los dejes aquí.

Carmesina entendía lo que su otro yo le decía, pero esas palabras le parecían tan diferentes de todo lo que había escuchado hasta ahora. En medio de ese torbellino de dudas, entre lo que le decía su otro yo y lo que ella misma sentía, se apremiaba en tomar una decisión. Y como lo que más deseaba era que su otro yo permaneciera a su lado para no decolorarse en vida, decidió seguir sus consejos. En el fondo, ¿para qué iba a volver a pintar? ¿Qué sentido tenía eso en su vida real?

–Tienes razón –se avino al fin Carmesina–. Aunque en

algún momento he pensado que las cosas podían ser de otra manera, ahora me doy cuenta de que nada cambiará en mi mundo. Aquí todo es muy fácil… ¡Es el mundo de los cuentos y en ellos siempre hay un final feliz! La vida real no es así.

Acto seguido, Carmesina cogió los pinceles y se acercó de nuevo al reflejo.

Chew Wang y Griselda, que seguían observando, emitieron un grito ahogado.

–Eso es, Carmesina –continuó el reflejo–. De nada sirven los pinceles, ni los sueños. Olvídate de ellos y confórmate con lo que hay.

Carmesina agachó la cabeza para mirar por última vez los pinceles. Conformarse. Conformarse como había hecho hasta ese momento. Una lágrima se abrió camino por su único ojo.

–Carmesina, vamos, hazlo. Es fácil… No habrá más retos, sólo comodidad.

La muchacha, levantando la vista y con la lágrima aún rodando por su rostro, cogió los pinceles por uno de los extremos. Y cuando parecía que iba a romperlos, se lanzó con ellos hacia su otro yo, golpeando la superficie, resquebrajando el hielo. El reflejo partido en dos increpaba a la muchacha:

–¿Qué estás haciendo? ¿Quién te crees que eres? No eres nada sin mí. Detente.

Y Carmesina volvió a utilizar el pincel para rasgar nuevamente el hielo:

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–Tú no eres mi yo. Tú no me perteneces. Siempre has estado ahí, pero ahora he aprendido a vencerte. No vas a boicotearme. Porque estos pinceles sí que sirven, porque soñar abre puertas, porque imaginar enriquece la vida.

Y el reflejo se reía:

–Estúpida niña. Algún día te darás cuenta de que estás equivocada

Carmesina, sin embargo, no escuchaba y en ese instante, con las manos, abría el hielo, sin notar el frío que desprendía, sesgándolo mientras la risa de su ego iba desvaneciéndose. La fisura creada en la

superficie fue abriéndose poco a poco, hasta que las paredes del gélido laberinto se desplomaron con gran estruendo. Se desprendían pesados trozos, témpanos de hielo y, con ellos, la última risa de aquella fingida mitad se apagó. Carmesina avanzó con determinación, dejando tras de sí aquella destrucción mientras el apacible e inconmensurable silencio se apoderó del lugar. Carmesina, sorprendida, se volvió y vio cómo el laberinto había desaparecido tras de sí. En ese justo momento, un maullido rasgó la calma. Gato Negro la esperaba a sus espaldas y corrió en dirección a ella para lanzarse en busca de un abrazo de cariño.

Chew Wang y Griselda, con las manos entrelazadas, al fin respiraron tranquilos.

Todo había llegado a su fin y nunca mejor dicho, porque frente a Carmesina y Gato se encontraba el fin del mundo en forma de un escarpado acantilado

y un océano de nada.

Ambos se acercaron al borde del precipicio, observando ese vacío que se extendía frente a ellos:

–¿Sabes, Gatito? Creo que mi otro yo está conmigo. Creo que el auténtico yo sí salió del agua y se quedó conmigo.

–¿Y cómo lo sabes?

–Porque ahora sí tengo ganas de pintar, sin más motivo que el simple hecho de disfrutar.

Gato maulló de alegría y su maullido se expandió por el mundo de los cuentos, donde todos los personajes se volvieron para observar la escena junto al maestro y Griselda.

–Entonces es hora de regresar a tu mundo –anunció Gato Negro.

–¿Y cómo?

–Sólo hay una manera. Si tan segura estás de que quieres pintar, tendrás que lanzarte al océano de nada. ¿O no querrás quedarte aquí, en el final del relato, sin más historias que vivir y que pintar?

–No, pero…

–¿Recuerdas lo que te dije la noche que fui a buscarte a tu habitación? Sabrás que estás bien, el día que en lugar de un no o un pero, me contestes con un rotundo sí. Y ahora es el momento de ese SÍ.

Carmesina sonrió a Gato Negro y todos los personajes de cuento aplaudieron la intervención de su compañero.

–Ése es mi Gatito. ¡Claro que sí! –gritó Salero.

–De acuerdo, Gatito. Te digo: SÍ. Pero ¿qué debo hacer? ¿Lanzarme sin más?

Y Gato Negro le explicó que lo mejor que podía hacer era dibujar y pintar en el resto de láminas todos aquellos deseos y sueños que tuviera.

–Utiliza los colores, los pigmentos que has ido encontrando. Ahora que tienes ganas de pintar y las cosas más claras. ¿No te supondrá ningún esfuerzo?

–añadió.

Inmediatamente, Carmesina se puso manos a la obra: dibujó con el generoso añil, con el alegre amarillo, con el naranja inspirador, con el rosa amor… Y así pasó el rato. Y después de decenas de láminas pintadas, se incorporó y anunció:

–Creo que ya está.

–¡Pues es el momento de que te lances! No lo pienses más.

–Vamos, Gatito, dame la patita y nos lanzamos a la vez. Así será más divertido.

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–No, Carmesina. Sólo tú puedes lanzarte. Yo no puedo acompañarte.

–¿Cómo que no?

–Yo pertenezco al mundo de los cuentos. Debo quedarme. Aquí está mi sitio.

–Pero yo te conocí en el mundo real. Allí también puedes vivir, quedarte conmigo, pasear a la luz de la luna y jugar con mis pinceles. Te pondré una cestita mullida en un rincón de mi habitación o, aún mejor, podrías dormir a los pies de mi cama…

–No, Carmesina… No insistas –dijo apenado Gato–. Sólo voy al mundo real cuando alguien necesita volver a creer y soñar, cuando alguien necesita ayuda, cuando alguien necesita colores o un poco de buena suerte…

–Yo necesito buena suerte –lo interrumpió Carmesina para convencerlo–. ¿Cómo si no voy a lograr todo lo que me he propuesto y dibujado en las láminas?

–Tú ya no necesitas buena suerte, Carmesina. Tienes tus colores. Los auténticos. Quien cree en los colores, es capaz de crearlos. También tienes a tu otro yo contigo. Y con todo lo que ahora sabes y aceptando lo que desconoces, debes volver a la realidad y ayudar a los demás a encontrar el auténtico tono vital.

–Claro, Gatito, porque aún hay muchas cosas que desconozco, ¿verdad? –Sonrió la muchacha.

Gato hizo, a su vez, un amago, un intento de sonrisa.

–Eso siempre, Carmesina. Siempre habrá cosas que aprender. Ésa es la vida.

–Pero, aun a sabiendas de que hay muchas cosas que todavía no sé, que desconozco, sí sé lo que siento. Y lo que siento es que te quiero y no quiero perderte.

Y ahí Gato se dio por vencido y las lágrimas empaparon su morrito y sus largos bigotes.

–Te voy a echar tanto de menos… –exclamó una compungida Carmesina mientras cogía a Gato y le daba un abrazo de cariño infinito. Y Gato se dejó hacer, pues nadie nunca le había regalado tanto amor como aquella chica, a quien había conocido siendo una niña. A cambio, él le lamía las lágrimas de emoción. De emoción por querer, por sentir de nuevo, como no lo lograba hacía mucho tiempo. Lágrimas también de alegría, de felicidad por haber compartido aquel viaje con su Gato Negro de la buena suerte.

–Yo también te añoraré, Carmesina. Pero, recuerda, hay muchas cosas que tú no sabes… Ni tan siquiera yo… Así que, tal vez, algún día volvamos a vernos.

Y así siguieron largo rato, abrazados, sintiendo la suavidad del otro, el sentimiento dulce del cariño, de la amistad, del amor que no espera nada porque sólo el sentimiento es suficiente. «Si fuéramos capaces de amar así en el mundo real, de tener tal humanidad, todo sería muy diferente», pensó Carmesina sin dejar de acariciar a su Gatito.

Pero ellos no fueron los únicos que se emocionaron. En el mundo de los cuentos, todos lloraron, algunos, lagrimones, como Serafín y Griselda; otros, más reservados, simplemente sintieron cómo se aguaban sus ojos por un instante, como Chew Wang. En cualquier caso, lo suficiente para que reconocieran que aquél era un buen final para aquella historia.

Así pues, después del afecto regalado, pero sin saber si volverían a verse, Carmesina se dispuso a volver al mundo real tal como le había indicado Gato Negro. Entre ambos lanzaron al océano de nada todas las láminas de colores. Algunas caían rectas, otras de forma apaisada…, pero al final todas parecieron ir encajando hasta crear una especie de mural de colores que flotaba en la nada.

–Es el momento –le anunció el felino.

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Y Carmesina acarició por última vez la cabeza de su amigo, aún con lágrimas de emoción, mientras le decía:

–Creer en colores es crear colores, ¿verdad?

A lo que Gato Negro solemnemente respondió:

–Creer en ti es crearte a ti misma. ¿Estás preparada?

–Ni pero, ni no…. Ahora toca decir… SSSSSÍÍÍÍÍÍ.

Y mientras pronunciaba esa rotunda afirmación que se extendía por todos los rincones del mundo de los cuentos e incluso llegaba al mundo real, Carmesina se lanzó hacia el océano de nada, hacia sus láminas.

Una sensación de ligereza la acompañó en la caída. Su cuerpo descendía, fluyendo entre la nada con firmeza y seguridad, mientras su único ojo veía cada vez más cerca las láminas y los colores. Y esos mismos colores, esas ilusiones fueron lo último que vio y con los que Carmesina se fundió.

Ilustrado por Martuka

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Coral, amarillo, rosa, añil, naranja, púrpura, verde, violeta y así hasta unirse todos bajo un solo color: el negro. De nuevo, el negro. Al verlo, Carmesina pensó que el salto no

había funcionado, pues volvía a encontrarse con la oscuridad profunda de ese color. Sin embargo, dicho color fue el principio de lo que aún estaba por llegar.

La siguiente vez que despertó lo hizo de nuevo en su habitación, casi casi en la misma posición en que Gato la había encontrado. Pero todo lo que había vivido no había sido un sueño, ni se había mantenido en una ligera duermevela. Eso lo tenía claro, porque junto a ella estaban algunos de los pinceles que Serafín le había regalado y que habían sobrevivido al fin del mundo y también algunas de las ilustraciones y garabatos que había ido realizando durante aquel viaje por el mundo de los cuentos y la imaginación. Mirándolas, amaneció y, con aquel amanecer, ella también resurgió.

Con la claridad matinal y mental, se puso en pie, recogió los papeles y los pinceles y los guardó con mucho cuidado en un cajón.

En el mundo de los cuentos, Gato, que seguía acompañándola en la distancia, pensó que tal vez no había logrado su misión ¿Por qué estaba haciendo aquello? ¿Por qué arrinconaba sus pinceles y sus láminas? ¿Acaso había decidido abandonarlos? Lo que él no sabía es que Carmesina los guardaba con una intención muy clara: utilizar aquellos esbozos para crear su propia historia y, al mismo tiempo, recrear mediante sus pinceles todo aquello que había visto y escuchado, lo aprendido y lo enseñado, lo descubierto y lo vivido para así no olvidar jamás dónde se hallaban los auténticos colores y recordar que toda aquella historia había sido real y no un efecto de su desbordante imaginación.

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Así, con el ánimo transformado, cada noche, decidi-da, cogía un rato los colores. La mayoría de las ve-ces el pincel fluía fácilmente como la acuarela sobre la lámina, pero si en alguna ocasión no lograba lo que se proponía, recordaba la paciencia y la calma y aceptaba la situación para seguir intentándolo la noche siguiente. Aunque las rutinas aún pululaban por su día a día, éstas eran más llevaderas y circuns-tanciales al pensar y dedicar sus noches a los colores. Al mismo tiempo, Carmesina descubría, al mirarse al espejo, ahora de frente y no de soslayo como hacía antaño para no verse el parche, que su azul iris volvía a brillar y que su piel recuperaba el tono vital.

En esas noches en que las horas volaban entre recuerdos y deseos, Carmesina pensaba con inmenso cariño en todos los personajes de cuento. Pensaba qué estaría haciendo Gato Negro, la presencia del cual casi podía notar en sus faldas, o imaginaba a Griselda con Chew Wang: ¡qué extraña pareja formaban! Pero si había alguien que especialmente le aceleraba el corazón ése era Marcelo. ¿Y si hubiera sido real aquel poeta? No podía evitar desear más rojos atardeceres con él, más rosados besos… Y a medida que imaginaba, dibujaba y al dibujar se perdía en sus propias ganas…

Cada vez que daba color a una lámina, sin apenas darse cuenta, Carmesina recordaba todo lo que había aprendido: el amor a sí misma, la generosidad emocional, la empatía y la vitalidad, el valor de las pequeñas cosas, el amor a los demás, la amistad, el miedo, la aceptación, el coraje y la voluntad…

¡Qué retahíla de colores! Y mezclados junto a sus recuerdos, en aquellas ilustraciones también daba forma a sueños futuros, a ideas inconscientes que florecían en el silencio de la noche.

Con su nueva mirada ahora volvía a pasear por su ciudad, a sorprenderse con los vivos colores, a ver y a disfrutar de mañanas anaranjadas y de tardes violáceas, de amaneceres rosas y noches rojas. Y una de esas tardes violáceas, cuando se disponía a volver a casa con el ansia por pintar, algo la desvió de su camino habitual. Por delante de ella se cruzó un felino de pelaje oscuro y enseguida le pareció ver en él a su querido compañero Gato Negro. Así que fue tras él, persiguiéndolo, llamándolo por su nombre, pero el gato no se giraba y seguía raudo hacia algún lugar desconocido.

Carmesina fue tras él por callejones hasta llegar a una pequeña plazuela, donde el gato desapareció por el patio trasero de una casa. La muchacha se quedó mirando tras la reja, pero el animal hizo caso omiso y se perdió entre la maleza del jardín.

Allí parada estaba, observando cómo la cola de aquel gato negro se esfumaba, cuando oyó una melodía que llamó su atención. No sabía qué era exactamente, pero le traía agradables recuerdos. Se acercó a ver de dónde procedía aquella música y descubrió que, en un rincón de la plaza, sentado en un banco, un chico de su edad tocaba la guitarra e intentaba insuflar melodía a unos versos que recitaba.

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entre la tuya y la mía.

¿Sabes? EN EL FONDO,

EN DEFINITIVA,es rotundamente bonito estar en mi

SOLEDADANTE TI.

Pero sería absolutamente bonito

ESTAR EN MISOLEDAD

CON LA TUYA.Porque ahora ya sé cuál es la distancia

ENTRE MI MIRADA Y LA TUYA: NINGUNA.

Ahora sólo me falta saber

QUÉ DISTANCIA HAY

El chico levantó la vista del papel donde escribía y de la guitarra y observó a la muchacha. Al cruzarse las miradas, a ella le pareció descubrir los ojos de Marcelo. ¡Eran tan parecidos a los de él como aquellos versos lo eran a los que recitó! Pero no podía ser él. La observó y, al ver que ella no decía nada, él le preguntó:

–¿No vas a decir nada? ¿Un aplauso? ¿Un vítor? ¿Una crítica?... Constructiva a ser posible.

Carmesina continuó callada.

–¡Qué extraña eres! Acaso se te ha comido la lengua el gato… –sugirió el muchacho.

Y Carmesina se rio, con una sonrisa franca y por fin habló:

–Es que esos versos me recordaban algo…

–¡Ah, pues te juro que son míos para bien o para mal!

Carmesina se quedó pensativa de nuevo:

–¿Otra vez se te ha comido la lengua el gato? –le preguntó el chico.

Carmesina contestó:

–No, qué va, pero estoy casi segura de que sí ha sido Gato Negro el que me ha traído hasta aquí…

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–¿Gato Negro?... En fin, me reafirmo: eres un tanto extraña.

Pero Carmesina no se ofendió. Simplemente, seguía pensando en aquellos versos.

–Chica silenciosa, ya veo que lo tuyo no es hablar, pero, al menos, ¿me podrías decir qué llevas en esa carpeta?

–Son mis deseos, mis colores… Bueno, ¡ay!, quiero decir unas ilustraciones.

– Sean lo que sean, ¿podrías enseñármelas?

–Hummmm… Tal vez, pero sólo a cambio de una cosa –replicó Carmesina haciéndose la interesante–. Si me cuentas como surgieron esos versos…

–De acuerdo, trato hecho, pero ¿dispones de un buen rato? Es una larga historia…

–Pues la de mis láminas no te puedes ni imaginar… –respondió Carmesina.

–Eso sí, te advierto que es una historia un poco triste… –prosiguió el muchacho–. ¿Estás segura de querer escucharla? Es una historia gris, muy oscura, incluso negra, diría yo.

–Yo sé mucho del gris y del negro… Pero creo que a tu historia le podríamos dar color, al menos de aquí en adelante.

–¿Darle color? Suena bien. ¡Es muy poético! Me lo apunto. Pero yo no sé cómo darle color a mi mundo. Ni siquiera conservo mis lápices de niño.

–Alguien que escribe esas letras, esos versos y les pone melodía no puede haber perdido los colores. Además, los colores no se pierden, como mucho, se olvidan, pero a lo mejor yo puedo ayudarte a recordarlos.

–Tal vez, sí… Vamos, te daré una oportunidad –decidió el muchacho.

Carmesina lo miró y sonrió. Por un momento, creyó notar una mariposa revolotear por sus sentires.

Desde la distancia, alguien observaba con complici-dad la escena de la plaza. Ésta, intuyendo esa presen-cia, se volvió a girar hacia la casa por donde el felino negro había huido. En uno de los tejados le pareció ver una sombra. Entonces comprendió que aquel que la había llevado hasta allí era su gato, no había duda. Él, agazapado tras las sombras, los dejó ir, contento de haber cumplido su misión, y emitió un maullido. Un maullido de alegría y aprobación que llegó has-ta el mundo de los cuentos y la imaginación, donde todos celebraban aquel encuentro del que podrían brotar nuevas historias.

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Carmesina y el muchacho siguieron caminando, perdiéndose en sus propias palabras y gestos, sin tener noción del tiempo. Sólo había una duda que rondaba a la muchacha y, en un momento

dado de aquel diálogo, le preguntó al chico:

–Aun a riesgo de seguir pareciéndote muy extraña, voy a preguntarte algo: ¿a ti te gusta el pastel de manzana?

En el mundo de los cuentos ha habido muchas historias de amor.Algunas incipientes, otras duraderas. Algunas tortuosas, otras mágicas.Incluso yo he vivido una, pero hoy no hablaremos de mí. La pareja de esta historia que os paso a relatar se amaba con auténtica locura y pasión. Algunos decían que era un amor enfermizo. Otros que era tan sublime que representaba como ninguno el amor ideal. Vosotros mismos juzgaréis. Ahora sólo escuchad…

A los que aman.

Como suele suceder con estas cosas, hace muchos, muchos años, Elisa y Matías se conocieron por casualidad en un día como hoy, del mes de abril. Ella tocaba el piano en la casa familiar, su refugio, su lugar favorito. Él, un simple cartero pasó por primera vez por allí para entregar una carta a la abuela de la chica. Matías, todo amabilidad, como antiguamente se hacía, relataba las misivas a aquellas personas que no sabían leer o bien que no podían ver con claridad las letras estampadas en el papel de carta. Este era el caso de la anciana.

Elisa y Matías estaban en salas diferentes de la casa, pero el uno al otro se descubrieron al oírse. Él, a través de las notas encadenadas que suavemente tocaba Elisa. Ella, mediante la dulzura de la voz de Matías al leer las palabras de la carta. Y aun sin haberse visto, estancia contra estancia, se conocieron y se reconocieron. De vidas pasadas y de ilusiones creadas. Era un día cualquiera de un lluvioso mes de abril cuando ella supo que le tocaría el corazón y él que daría melodía a su vida.

Y así pasaron varias estaciones, en que sin haberse visto, seguían escuchándose. Él se deleitaba con lo que ella tocaba, acompasándose sus palabras al ritmo de sus latidos; y ella, percibiendo que la voz de él traspasaba las paredes de la casa y los muros de su alma.

Al fin, un día se atrevieron y cruzaron el umbral que les separaba. Oírse ya no era suficiente. Sí, por fin, se vieron, se conocieron y se reconocieron. Y el incipiente sentimiento que había surgido fue en aumento. Pasaron de ser unos completos desconocidos a ser el uno para el otro. Pasaron de regalarse los oídos, a regalarse gestos y caricias. Se olvidaron del resto mundo para crear el suyo propio.

Él le susurraba al oído y ella, notando la calidez de su voz, le prodigaba tiernos gestos, paseando sus dedos por su cuerpo como si tocara las teclas de su piano. Y al hacerlo, se producían dulces melodías compartidas de susurros y deseos. Ritmos cadentes, jadeos, besos que van y vienen. Y una mano deslizándose hasta llegar a la última tecla…

Aquellas noches de alcoba se trasladan al día a día en paseos amarrados de la mano, en caricias de mejilla, pronunciando quedamente promesas de amor, mientras ella tocaba el piano y él le leía cuentos y poesía. Elisa tenía la virtud de tocar el punto exacto que él necesitaba para convertir sus oscuras jornadas en días claros. Y ella se dejaba mecer por las palabras de él, acurrucándose en cada una de ellas, sintiéndose segura como en ningún otro lugar.

Sin embargo, un día la guerra llamó a su puerta y Matías tuvo que marcharse al frente, allí donde la vida pendía de un hilo, donde no habría más melodía que la de los cañones y las balas, ni más piel y tacto que la de los extraños. Él le prometió a Elisa escribirle una carta cada día y aunque no pudiera leérselas él mismo, sería una manera de tenerlo presente.

Y así pasaba el tiempo y cada mañana Elisa esperaba su carta. La mayoría no eran más que una simple línea, pero aquello era suficiente para pasar el resto del día, sumergiéndose en el piano, buscando en las teclas la calidez del cuerpo de él. Pero un día las cartas dejaron de llegar sin preaviso. Sin saber si seguía vivo o muerto, Elisa empezó a entrar en una espiral de dolor y ausencia, de reproches y tristeza. Leía y releía los centenares de cartas, estirada en la cama, imaginando la voz de él, acariciando el papel en un intento de tenerlo cerca, de que estuviera junto a ella. Hasta que llegó un momento en que incluso olvidó cómo era su voz. Y sin saber cómo superar el sufrimiento ni encarar el futuro, sin saber detener sus llantos, solo bregando con los recuerdos y rememorando el pasado, sin la cordura suficiente, en la soledad de aquella casa se fue dejando…

Ambos cerraban los ojos y sólo se percibían a través del oído y del tacto, enredándose en aquel acto hasta desfallecer extenuados.

dejandodejando

Pasado mucho tiempo, cuando la casa parecía abandonada, cubriéndose de hiedra y rastrojos, los curiosos niños del pueblo quisieron saber qué se ocultaba allí. Sin el miedo adulto, penetraron en la casa y de puntillas recorrieron las estancias hasta que llegaron al salón. En la penumbra del interior, distinguieron un gran piano y sobre éste yacía algo que parecía inerte. Se acercaron para averiguar de qué se trataba, cuando ese algo se movió.

Los niños dieron un respingo y salieron huyendo, mientras la figura arrastraba sus pies, con las manos extendidas en un gesto casi de súplica, pronunciando con voz quebrada:

-Esperad, por favor. Abrazadme… Habladme, os lo ruego.La figura, rota de dolor, se apoyó de nuevo en el piano y se miró en la superficie para descubrirse a sí misma que ella en otro tiempo había sido Elisa. Sus tirabuzones se habían convertido en largos cabellos blancos. Su preciosa figura se había reducido a un escuálido cuerpo. Sus manos, antaño de dedos afilados, ahora solo eran hueso y pellejo. Y su rostro ya casi no era humano.

Fue tal el horror al mirarse que tomó conciencia de que había dejado escapar el tiempo, olvidándose de sí misma, aferrándose al pasado con nostalgia y melancolía en lugar de a la vida. Ella sólo quería abrazar a aquellos niños, volver a notar la calidez de un ser humano. Necesitaba que alguien le hablara, que alguien volviera a susurrarle palabras y renacer. Pero sabía que aquello era imposible. Todo el mundo huiría de ella y, antes de que eso volviera a suceder, prefirió irse. Se fue tan lejos como pudo para cobijarse en una cueva, dejando pasar nuevamente el tiempo, tejiendo un ovillo en el que esconderse y con el que intentar atrapar alguna ilusión, alguna piel, algún afecto de alguien que le pudiera devolver aquello que llamaban emoción y sentimiento. Y desde entonces lo sigue intentando… Visita a los humanos cuando nos dejamos llevar por la rutina del sinvivir, del no sentir, del no amar.

Entonces llega con sus finos hilos. Entonces nos atrapa. Entonces llega Desidia.

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Y cada vez que ese ser extraño recuerda que un día fue Elisa, una inmensa pena se apodera de ella. Sin embargo, cada vez le ocurre menos. Pero desde el mun-do de los cuentos, las musas prome-tieron que el día en que Desidia fuera capaz de alejarse de su pasado, desen-redarse de su propia madeja, renacería como Elisa. No os mantengáis inertes, ni os aferréis al pasado ni a promesas futuras. Tal vez así, algún día Desidia se dé cuenta de que puede volver a ser Elisa y vosotros os salvéis de su mortal trampa.

Os ha contado este relato,

poeta y cuentacuentos de alma y corazón

Marcelo

CarmesinaDavid G. Forés

Gato NegroDavid G. Forés

Fiamma y las musasDavid G. Forés

Chew WangDavid G. Forés

DesidiaDavid G. Forés

SerafinDesiree Arancibia

GriseldaMartuka

El camarote de los hermanos Marx

David G. Forés

(Escena de Una Noche en la Ópera)

MarceloMartuka

MilaMartuka

El AtacameñoDesiree Arancibia

Biografías

Aficionada desde pequeña a imaginar, encontró en la palabra escrita su vocación y su forma de expre-sión. Estudió Historia del Arte y Comunicación Au-diovisual, especializándose en guión. Ha escrito Los colores olvidados, La inspiración dormida y El despertar, además ha realizado la versión infantil de Carmesina, Gato Negro y Serafín. Ha colaborado con Desiree en El Recetario Mágico. Ha dado palabra al gato Play en el blog Historias de un gato y combina su amor por las letras con las manualidades y el baile -¡Y que no falte!

Lee sus historias en silviagguirado.wordpress.com

DAVID G.FORÉSIlustrador

Un tipo ilustrado

SILVIA G. GUIRADOEscritora

Creadora de historias por vocación y de corazón

De niño ya le encantaba dibujar y aunque rondó los números como estudiante de Económicas, finalmente encontró su talento dibujando a Carmesina, Chew Wang y otros personajes que se cruzaron en su camino en Los colores olvidados y más tarde en La inspiración dormida. Ha podido cumplir su sueño de ilustrar al maestro Edgar Allan Poe en la aplicación interactiva iPoe Collection y, gracias a algunos de vosotros y a Kickstarter, también en la maravillosa edición limitada Delirios de amor y muerte. En el último año ha ilustrado y dirigido la app iLovecraft Collection. Supervisa, enriquece y deja su huella en todos los proyectos Play Attitude como director creativo.

Puedes seguirlo en facebook.com/untipoilustrado

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Esta espalena o chileñola (hija de española y chileno) se formó en Diseño Integral en su Chile natal y en Barcelona ha trabajado el diseño en sus múltiples formatos. Ha participando en Los colores olvidados y La inspiración dormida, y desde que es mamá se interesa por el diseño infantil. Fruto de estos nuevos intereses ha escrito e ilustrado El Recetario Mágico, un libro de cocina saludable para toda la familia. Además impulsó e ilustró la versión infantil de Serafín y Gato Negro.

Síguela en mamaghanush.wordpress.com

DESIREE ARANCIBIAIlustradora

Aprendiz de marinera en un mar de trazos y colores

En la asignatura de plástica descubrió su amor por los lápices y colores. Estudió Diseño Gráfico y actualmente ilustra todo lo que puede y más bajo su estilo ‘Martuka’. Ha participado en el proyecto Los colores olvidados, y La inspiración dormida. Además ha publicado dos libros en solitario: El Despertar y La niña del parche, la versión de Carmesina para niños. Cuando no dibuja, mata el tiempo libre a golpe de crochet.

Puedes seguirla en facebook.com/holamartuka

MARTUKA Ilustradora

Trazaré mi propio plan, consiste en disfrutar

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Wizzie

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Tras bambalinas

Este proyecto ha sido posible gracias un equipo de personas que no siempre son los protagonistas, pero no por ello son menos importantes.

Un agradecimientos especial a Naiara Chaler, coordinadora, ejecutora e impulsora del proyecto en Kickstarter; Efrén García i Artero, team leader en Play Attitude;

Sofía Soler, quien ha gestionado la logística; Carlos Ruiz, quien editó el vídeo de la campaña y finalmente Play, el Gato Negro de la Buena Suerte.

De izquierda a derecha: Sofía Soler · Silvia G. Guirado · David G Forés · Desiree Arancibia · Naiara Chaler

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Inspiración dormida por Play Attitude está bajo la licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial 4.0

International Public License.

Muchas veces, es la misma vida que inspira.