Giustino José Capablanca - Ulpiano

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I njusticia para todos (Breve epístola sobre la grave situación de la jurisdicción contencioso-administrativa y constitucional. Ilusiones constitucionales y realidades distantes) Giustino José Capablanca Me resisto a perder las esperanzas. Según la Constitución de 1999, Venezuela se configura como un Estado de Derecho y de «Justicia» y, en este sentido, varios de sus artículos advierten que el Estado garantizará la justicia y que la misma será independiente, accesible, efectiva, idónea, responsable, equitativa, expedita, sin dilaciones indebidas y, en fin, cuantos maravillosos calificativos quieran colocarse. Pero no nos engañemos. Esto nunca ha sido así y, en la actualidad, todo sigue igual. Las sombras del pasado todavía persisten. La situación del Poder Judicial está en emergencia, incluyendo la justicia contencioso-administrativa y constitucional, la cual he escogido comentar, por razón de su importancia y por haber sido -y todavía eventualmente ser- practicante de la misma. Si algo necesita Venezuela ahora, es que, sin amarras ni compromisos, se digan las cosas como son. No podemos quedamos en la crítica de baja altura ni en la mera contemplación de un país que se viene en minas. Por lo menos, hay que salir al paso y exponer los problemas, en público, por escrito, en acciones. La presente epistola, pues, contiene el resultado de una primera introspección sobre algunos hechos de nuestra justicia administrativa y constitucional, todos graves, unos más públicos que otros, pero, en definitiva, sucesos que muchos piensan con molestia, comentan entre pasillos, los gritan hacia adentro, pero que pocos se atreven a escribir. Conviene aclarar al lector que en las líneas siguientes podrá notarse un cierto grado de pesimismo, negativismo o cinismo. Pero en realidad no se trata de demasiado «ácido cínico», para usar una frase de T. R. F ernández , sino de «nitrato puro de verdad», mera constatación ocular o vivencial de realidades, para lo cual basta atenerse a los hechos y narrarlos tal como suenan y aparecen, sin hipocresías ni demagogias. Me parece que hay que advertir sobre esto a la sociedad, salvo querer ser cómplices por inactividad de la situación que se denuncia. También hay que advertir a los alumnos y estudiantes de Derecho de ello, de que la realidad tribunalicia está torcida y nada tiene que ver con la belleza de los libros y con las clases universitarias, éstas también en decadencia. Por supuesto que no voy a analizar la problemática del Poder Judicial con exhaustividad, ni tampoco con rigor científico. Estas notas no son reflejo de un estudio jurídico, sino el resultado narrativo de una simple caminata desde el Tribunal Supremo de Justicia hasta la Corte Primera de lo Contencioso Administrativo, pasando por algunos tribunales regionales superiores y por los juzgados ordinarios. De hecho, tampoco voy a relatar todas las cosas que he visto, sino solamente algunas urgentes que in anticipo he podido ordenar y seleccionar para esta primera entrega. Valga como aclaratoria adicional, que la motivación de este ejercicio crítico -por cierto bastante común en otros países- es manifestación de la libertad de expresión y de la democracia, instituciones al menos normativamente consagradas. Asimismo, 361

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In j u s t ic ia p a r a t o d o s(Breve epístola sobre la grave situación de la jurisdicción

contencioso-administrativa y constitucional.Ilusiones constitucionales y realidades distantes)

Giustino José Capablanca

Me resisto a perder las esperanzas. Según la Constitución de 1999, Venezuela se configura como un Estado de Derecho y de «Justicia» y, en este sentido, varios de sus artículos advierten que el Estado garantizará la justicia y que la misma será independiente, accesible, efectiva, idónea, responsable, equitativa, expedita, sin dilaciones indebidas y, en fin, cuantos maravillosos calificativos quieran colocarse. Pero no nos engañemos. Esto nunca ha sido así y, en la actualidad, todo sigue igual. Las sombras del pasado todavía persisten. La situación del Poder Judicial está en emergencia, incluyendo la justicia contencioso-administrativa y constitucional, la cual he escogido comentar, por razón de su importancia y por haber sido -y todavía eventualmente ser- practicante de la misma.

Si algo necesita Venezuela ahora, es que, sin amarras ni compromisos, se digan las cosas como son. No podemos quedamos en la crítica de baja altura ni en la mera contemplación de un país que se viene en minas. Por lo menos, hay que salir al paso y exponer los problemas, en público, por escrito, en acciones. La presente epistola, pues, contiene el resultado de una primera introspección sobre algunos hechos de nuestra justicia administrativa y constitucional, todos graves, unos más públicos que otros, pero, en definitiva, sucesos que muchos piensan con molestia, comentan entre pasillos, los gritan hacia adentro, pero que pocos se atreven a escribir.

Conviene aclarar al lector que en las líneas siguientes podrá notarse un cierto grado de pesimismo, negativismo o cinismo. Pero en realidad no se trata de demasiado «ácido cínico», para usar una frase de T. R. F e r n á n d e z , sino de «nitrato puro de verdad», mera constatación ocular o vivencial de realidades, para lo cual basta atenerse a los hechos y narrarlos tal como suenan y aparecen, sin hipocresías ni demagogias. Me parece que hay que advertir sobre esto a la sociedad, salvo querer ser cómplices por inactividad de la situación que se denuncia. También hay que advertir a los alumnos y estudiantes de Derecho de ello, de que la realidad tribunalicia está torcida y nada tiene que ver con la belleza de los libros y con las clases universitarias, éstas también en decadencia.

Por supuesto que no voy a analizar la problemática del Poder Judicial con exhaustividad, ni tampoco con rigor científico. Estas notas no son reflejo de un estudio jurídico, sino el resultado narrativo de una simple caminata desde el Tribunal Supremo de Justicia hasta la Corte Primera de lo Contencioso Administrativo, pasando por algunos tribunales regionales superiores y por los juzgados ordinarios. De hecho, tampoco voy a relatar todas las cosas que he visto, sino solamente algunas urgentes que in anticipo he podido ordenar y seleccionar para esta primera entrega.

Valga como aclaratoria adicional, que la motivación de este ejercicio crítico -por cierto bastante común en otros países- es manifestación de la libertad de expresión y de la democracia, instituciones al menos normativamente consagradas. Asimismo,

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me amparo en la propia Constitución de 1999, la cual establece que todo ciudadano debe colaborar en el restablecimiento de la vigencia de la Constitución (art. 333), desconociendo cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticas (art. 350).

Pues bien, en lo que respecta al Poder Judicial y a los principios de la justicia, la nueva Constitución está siendo violada abiertamente y a diario, por lo que incluso es un deber enfrentar la situación. En todo caso, el presente artículo no tiene preten­siones plañideras ni negativas sino, muy por el contrario, positivas, pues la realidad de fondo de este trabajo radica en la esperanza, la poca que me queda, eso sí. Lo que busco es invitar con sinceridad a reflexionar y tratar de mejorar las cosas, bien que para ello siempre sea paso previo decirlas con severidad. Verdadero amigo es aquél que también te dice las cosas malas, no el que las encubre o tolera en tu desmedro. Una buena manera de arreglar los entuertos es, sin dudas, empezar por compren­derlos. A los toros, pues.

Ilusiones constitucionales. Lo primero que toca revisar y leer es la nueva Constitución de 1999. Para empezar, la misma nos dice que en Venezuela, país constituido como un Estado democrático y social de Derecho y de Justicia (art. 2), la Constitución es la norma suprema y el fundamento del ordenamiento jurídico (art. 7). Dentro de este esquema, se le señala al pueblo que toda persona tiene “derecho de acceso a los órganos de administración de justicia para hacer valer sus derechos e intereses, incluso los colectivos o difusos, a la tutela efectiva de los mismos y a obtener con prontitud la decisión correspondiente”, prometiéndose en este sentido que el Estado garantizará una justicia gratuita, accesible, imparcial, idónea, transpa­rente, autónoma, independiente, responsable, equitativa y expedita, sin dilaciones indebidas, sin formalismos o reposiciones inútiles” (art. 26), agregándose que, como si se supiera de antemano que todo lo anterior puede fallar, “toda persona tiene derecho a ser amparada por los tribunales en el goce y ejercicio de los derechos y garantías constitucionales”, ello por medio de las acciones de amparo (art. 27). Asimismo, se nos educa para creer que el “debido proceso” y el “derecho a la defensa” se aplicará a todas las actuaciones judiciales y administrativas (art. 49) y que, en caso de error o mal funcionamiento de la justicia, “toda persona podrá solicitar del Estado el restablecimiento o reparación de la situación jurídica lesionada”, pudiendo, incluso, “exigir la responsabilidad personal del magistrado o magistrada, juez o jueza y del Estado, y de actuar contra éstos o éstas”.

Mas adelante, ya dentro del Capítulo del Poder Judicial y el Sistema de Justicia, se afirma que “corresponde a los órganos del Poder Judicial conocer de las causas y asuntos de su competencia mediante los procedimientos que determinen las leyes, y ejecutar o hacer ejecutar sus sentencias” y que, en este sentido, “el sistema de justicia está constituido por el Tribunal Supremo de Justicia, los demás tribunales que determine la ley, el Ministerio Público, la Defensoria Pública, los órganos de investigación penal, los o las auxiliares y funcionarios o funcionarías de justicia, el sistema penitenciario, los medios alternativos de justicia, los ciudadanos y ciudadanas que participan en la administración de justicia conforme a la ley y los abogados y abogadas autorizados y autorizadas para el ejercicio” (art. 253).

Continúa la Constitución explicando que “el Poder Judicial es independiente y el Tribunal Supremo de Justicia gozará de autonomía funcional, financiera y admi­

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nistrativa” y que a tal efecto se le asignará una partida para su “efectivo funcionamiento” (art. 254). También se recuerda que el ingreso y ascenso en la carrera judicial se hará por concursos para garantizar la idoneidad y la excelencia, siendo un requisito la profesionalización y especialización de los jueces (art. 255). En fin, y para resumir, se vuelve a insistir en que “el proceso constituye un instrumento fundamental para la realización de la justicia. Las leyes procesales establecerán la simplificación, uniformidad y eficacia de los trámites y adoptarán un procedimiento breve, oral y público. No se sacrificará la justicia por la omisión de formalidades no esenciales” (art. 257).

Dentro de todo este portentoso marco de efectividad jurisdiccional, se especifica que “los órganos de la jurisdicción contencioso administrativa son competentes para anular los actos administrativos generales o individuales contrarios a derecho, incluso por desviación de poder; condenar al pago de sumas de dinero y a la reparación de daños y perjuicios originados en responsabilidad de la Adminis­tración; conocer de reclamos por la prestación de servicios públicos; y disponer lo necesario para el restablecimiento de las situaciones jurídicas subjetivas lesionadas por la actividad administrativa” (art. 259).

Por otra parte, se dispone que “todos los jueces o juezas de la República, en el ámbito de sus competencias y conforme a lo previsto en esta Constitución y en la ley, están en la obligación de asegurar la integridad de la Constitución” (art. 334). En todo caso, “el Tribunal Supremo de Justicia garantizará la supremacía y efectividad de las normas y principios constitucionales; será el máximo y último intérprete de la Constitución y velará por su uniforme interpretación y aplicación”, aclarando que “las interpretaciones que establezca la Sala Constitucional sobre el contenido o alcance de las normas y principios constitucionales son vinculantes para las otras Salas del Tribunal Supremo de Justicia y demás tribunales de la República” (art. 335). Dicha Sala Constitucional tiene, entre otras atribuciones, la de declarar la nulidad de las leyes nacionales y demás actos con rango de ley, leyes estadales y municipales, actos en ejecución directa e iiunediata de la Constitución, e incluso declarar la inconstitucionalidad por omisión del poder legislativo, resolver las colisiones legales, conflictos de autoridad y revisar las sentencias de amparo constitucional (art. 336). Ahora bien, todo lo anteriormente expuesto sobre el Poder Judicial, salvo detalles técnicos menores, suena teóricamente muy bien, y hasta fascinante resulta su lectura. Sin embargo, en la práctica, se trata de pura fraseología constitucional pues casi nada de lo dicho llega a concretizarse en la realidad.

Pisando tierra. Lo cierto del caso es que, en el presente y en la misma línea del pasado, el Poder Judicial existe pero, literalmente, no funciona. Salvo algunos políticos aislados y algunos jueces activos, yo no conozco a nadie que con seriedad y sinceridad haya elogiado al Poder Judicial en nuestro país. De hecho, el Poder judicial venezolano ha sido y sigue siendo una suerte de vergüenza nacional bien conocida intemacionalmente, de manera que nadie debe extrañarse que los inversionistas prefieran orientarse hacia otras latitudes, más seguras y serias, al menos juridicamente. Todo esto quiere decir que, a despecho de sus mandatos categóricos, la Constitución de 1999 es también, y muy probablemente seguirá siendo, una mera Constitución de papel.

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Lamentablemente, muchas de las cosas que en Venezuela no funcionan se deben a que su elaboración y ejecución está a cargo de venezolanos, quienes en buen número, quizás mayoritariamente cuando hablamos de las personas que laboran en instituciones públicas, son reflejo de una sociedad altamente ignorante y bastante integrada a la corrupción, tanto por vía de tolerancia como de participación directa. Quiera aceptarse o no, eso es Venezuela. Baste comparar nuestras variables socioeconómicas y fuerza será constatar que, en proporción a nuestros grandes riquezas naturales y recursos, somos uno de los países menos desarrollados del mundo. Venezuela, en sí misma, es una paradoja de abundancia y pobreza, así como un ejemplo internacional de despilfarro y mala administración. Y algo más, a pesar de las duras lecciones de la historia, de la nuestra y la de otros países, el mmbo no parece enderezarse, por el contrario pareciera que seguimos yendo hacia abajo con una horrible sensación de náuseas, si es que cabe bajar más. El problema irremediable de Venezuela, son los venezolanos. Su incultura y su gente, en su gran mayoría de muy bajos niveles de educación, acostumbrada a la facilidad, a la dádiva, a la protección estatal, a la ficción del petróleo, a la intervención, la subvención y, mucho peor, acostumbrada a la impunidad y la corrupción como forma de vida, todo a sabiendas que las leyes no existen o que las que existen no son para ser tomadas en serio, puesto que no hay jueces que las hagan cumplir.

Pues bien, si se da una mirada al proceso constituyente que tuvo lugar durante 1999, podrá verificarse que la nueva Constitución es también resultado de esa Venezuela tradicional la cual, supuestamente, dicho proceso pretendía superar. No voy a analizar tal proceso constituyente, ni a detenerme en críticas jurídicas al mismo -muchas de las cuales ya fueron realizadas e ignoradas judicialmente en su momento-, solamente quiero llamar la atención sobre algunos hechos bastante sonoros de la Asamblea Constituyente, como lo fueron la baja configuración intelectual de la mayoría de sus miembros (quizás la más baja en todos los procesos constituyentes de la historia de la humanidad), la premura del proceso y los terribles mecanismos de discusión utilizados. Si se repara en ello, puede decirse que es un verdadero “milagro” que la Constitución de 1999 haya sido finalmente promulgada en términos más o menos razonables, aunque excesivamente largos y regla­mentarios. Hay desastres, muchos, como los relativos al centralismo y al autori­tarismo. Pero ha podido ser peor. También hay cosas buenas, debe decirse, incluso excelentes. En todo caso, al margen del carácter positivo o negativo que quiera darse a título de balance general, lo cierto es que el significado y futuro de nuestra nueva Constitución dependerá de las interpretaciones que se le den, en especial a nivel del Poder judicial, ahora más que nunca llamado a realizar interpretaciones justas, modernas y progresistas, guiadas, entre otros instmmentos de navegación, por los propios valores y principios superiores por ellas aceptados, entre muchos otros la democracia, la justicia, la propia noción de Estado de Derecho y los derechos humanos. Pero esto todavía es tema de futuro, pues en la actualidad, como todos podemos cotejar, las cosas siguen más o menos igual. De hecho, puede afirmarse que hoy por hoy la Constitución es la norma más violada de todo el ordenamiento Jurídico, incluso irrespetada a diario por muchos de sus propios impulsores.

En lo que respecta al Poder Judicial y a los principios y mecanismos de protección judicial, ahora por expresa exigencia constitucional, de protección

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judicial efectiva, lo cierto es que, hasta la fecha y para pisar tierra, las realidades siguen siendo muy distantes de lo textualmente promulgado. La fuerza y realidad de una Constitución no es proporcional al número de sus artículos, ni siquiera al contenido de los mismos -aunque estos pueden ejercer cierta presión-, sino que ella depende de su real aplicación por parte de los jueces, y de la integración de los magistrados a un Poder Judicial que funcione con cierto grado de eficacia.

Sin embargo, hasta fecha reciente, el Poder Judicial ha estado conscientemente articulado y organizado para no funcionar y, por las huellas de los primeros pasos del nuevo gobierno y de las actuaciones constituyentes, al parecer la misma voluntad permanece. Y es que, en efecto, a ciertos partidos políticos y ciertos gobernantes, no les interesa -no les puede interesar, pues lo contrario afectaría sus ingresos y posiciones- que el sistema de justicia funcione correctamente. De hecho, la idea es, más allá de las aparentes reformas, organizarlo bien, incluso con precisión, para que funcione anormalmente, es decir, de cara a los intereses del gobierno de tumo, lo que no es sino reflejo de la conocida teoría de la organización del desgobierno, ya desvelada en España por N IE T O . De manera que, en ocasiones, en lugar de erradicación de problemas, tribus, conexiones y controles, de lo que se trata es de sustituirlos. Los males permanecen, sólo que con otros nombres y apariencias. A los detalles.

Summa cum nadie. Una de las grandes virtudes de los sistemas judiciales que funcionan con efectividad en el derecho extranjero, radica, y esto es una condición indispensable, en la alta especialización de los jueces. En esto la nueva Constitución de Venezuela ha sido exigente y clara cuando ha dispuesto, en su artículo 255, lo siguiente: “El ingreso a la carrera judicial y el ascenso de los jueces o juezas se hará por concursos de oposición públicos que aseguren la idoneidad y excelencia de los o las participantes y serán seleccionados o seleccionadas por los jurados de los circuitos judiciales, en la forma y condiciones que establezca la ley. El nombramiento y juramento de los jueces o juezas corresponde al Tribunal Supremo de Justicia. La ley garantizará la participación ciudadana en el procedimiento de selección y designación de los jueces o juezas. Los jueces o juezas sólo podrán ser removidos o removidas o suspendidos o suspendidas de sus cargos mediante los procedimientos expresamente previstos en la ley”. A lo cual se agrega, dato fundamental, que la ley propenderá a “la profesionalización de los jueces o juezas y las universidades colaborarán en este propósito, organizando en los estudios universitarios de Derecho la especialización judicial correspondiente”.

De manera que, incluso por encargo constitucional, imprimiendo en texto un principio general mundial y de sentido común, los jueces deben ser especializados y tener credenciales suficientes para acceder y permanecer en la carrera judicial. Sin embargo, esto nunca ha sido asi en Venezuela y, como van las cosas, pareciera que tampoco hay voluntad de que se cumpla la exigencia constitucional, la cual ya ha sido violada por la propia Asamblea Nacional Constituyente y por el Tribunal Supremo. Dejando al lado el problema del discutible nombramiento preconstitu- cional de los magistrados, en lo que sí quiero centrar mí atención es en el tema de la selección de los mismos. No hay dudas de que las alas de todo magistrado están en su especialización y, como es sabido por máxima de experiencia, volar sin alas resulta muy difícil.

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Empecemos por la Sala Constitucional, donde ninguno de sus cinco magistrados es especialista en derecho constitucional, ni siquiera en derecho público. No pongo en duda -aunque no falta quien si dude de ello- la buena intención de estos magistrados, algunos reconocidos juristas, pero reconocidos en otros campos o materias. Las primeras sentencias dictadas por dicha Sala ya ponen en evidencia esta problemática, siendo patente tanto la falta de profundidad técnico-constitucional como, lo que es peor, la contaminación de instituciones constitucionales con conceptos civilistas, penalistas, procesales y probatorios, en dosis excesivas. Ello sin contar, y aquí debo sonar la alarma, el asunto de las sentencias (como la de 1° de febrero de 2000) que han sustituido el procedimiento de amparo y otras que también han hecho gala de una misión más propia al Poder legislativo que al Poder Judicial, tal como se desprende de la propio división de poderes contenida en la Constitución y del principio de reserva legal.

En lo que respecta a la Sala Politico-Administrativa, además de deplorar la reducción del número de sus magistrados -más bien se imponía un aumento-, también está presente el mismo inconveniente de la falta de especialización, excep­ción hecha de uno de sus miembros, bastante competente en mi criterio y de quien es de esperar una importante labor jurispmdencial. Donde el problema en comentarios es más profundo, también muestra reprochable de «dedocracia», es en la nueva Corte Primera de lo Contencioso Administrativo, donde la mayoría de sus miembros tampoco son suficientemente especialistas en derecho administrativo, ni que decir de los tribunales superiores en lo contencioso administrativos y de algunos tribunales civiles que eventualmente conocen de acciones y demandas contencioso administrativas. Si entre lo administrativo y lo constitucional la relación es relativa­mente cercana, lo cierto es que entre lo administrativo y lo civil, lo tributario, lo penal y la filosofía las distancias son muy largas y los puentes son muy cortos. La Constitución ha dispuesto que la jurisdicción competente para controlar a la Administración (anular sus actos, sus contratos, su inactividad, condenarla en daños y perjuicios, controlar el funcionamiento de sus servicios públicos y restablecer las situaciones jurídicas infringidas), es la jurisdicción contencioso administrativa y, como resulta obvio, imprescindible y preceptivo, tal jurisdicción debe estar conformada por jueces contencioso administrativos.

Puede que sea de esperar un rápido entrenamiento y aprendizaje por los jueces no especialistas, pero siempre será discutible, por muy temporales que sean los cargos, la forma de nombramiento de jueces en todos estos tribunales, de suyo incompatible con las pautas constitucionales, las cuales remiten a concursos públicos, credenciales, idoneidad, excelencia, participación ciudadana y, en fin, verdadera especialización. Creo que la intención no ha sido la que voy a decir, pero cabe preguntarse si aceptar un cargo para el cual no se es especialista es de suyo un acto de corrupción, al menos latu sensu.

Aprovecho este punto para detenerme en otro aspecto de la reforma judicial, sin duda necesaria, pero no exculpatoria de los métodos globales y atropeyantes. Valga un ejemplo, el de la remoción masiva de magistrados y el nombramiento, también en bloque y a dedo, de nuevos magistrados, entre comillas temporales. A nivel de los tribunales ordinarios, donde el desastre y la corrupción alcanzan niveles olímpicos podria entenderse este tipo de operaciones comando y, aun asi, podría discutirse en algunos casos vista la insuficiencia y relatividad de los parámetros

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utilizados. Pero donde tal borrón y cuenta nueva no encuentra justificación fue a nivel del Tribunal Supremo y, mucho menos, a nivel de la Corte Primera de lo Contencioso Administrativo, organismos que contaban con jueces, algunos de ellos, de grandes credenciales, tanto de especialización jurídico-pública como de honorabilidad, por mucho que en ocasiones se podía discrepar de ellos, y de ellas, en algunas sentencias concretas. De manera que, en definitiva, si de lo que se trataba era de arreglar el Poder Judicial contencioso administrativo, la solución no era barrer las cortes para introducir nuevos magistrados menos especialistas y menos efectivos, todo ello rodeando o saltándose las exigencias constitucionales, plenamente en vigor, de especialización, oposición y selección. Dejo entrever aquí, pues, que quizás la intención no era la expuesta, sino la de reorganizar tal jurisdicción con vista a otros -a nuevos pero similarmente oscuros- intereses, incógnita que se revelará parcialmente en el curso de los acontecimientos jurisprudenciales y cuando llegue el día del proceso de nombramiento y selección definitiva de los magistrados.

Sin oxígeno ni reconocimiento. De la mano de todo lo anterior, tenemos la situación de los asistentes y relatores de los magistrados, así como la de parte del personal tribunalicio, quienes, además de tener que trabajar sin medios materiales suficientes y sin retribución económica respetable -sí hay alguna, pero es tan baja que da lo mismo decir que casi no la hay-, tienen que soportar la presión e inestabilidad que traen consigo estos cambios constantes y migratorios de magistrados, tesitura de incertidumbre incompatible con el buen funcionamiento de este tipo de institución, más bien llamada a la continuidad y seguridad. Así, además de la pesada atmósfera de tensión y hasta de misterio, donde cualquier comporta­miento tradicional se mira como sospechoso por el sólo hecho de responder a los mecanismos del pasado -muchos de ellos adecuados y producto de la experiencia pero incomprendidos por el inexperto o nuevo magistrado-, todo el personal de estos tribunales, tanto del Tribunal Supremo como de la Corte Primera, tienen que vivir la angustia de no saber si en cualquier momento serán despachados para sus casas sin el menor estudio previo de su situación concreta o intuito personae. La estrategia aquí no puede ser la desbandada, sino la seria revisión, selección y ratificación de las personas que tengan méritos para ello -la gran mayoría me atrevería a decir-. Ir a la Corte Primera, por ejemplo, es encontrarse con un personal admirable, fiel, bien preparado y muy conocedor del funcionamiento del juzgado, por lo que seria una pena ver que las imposiciones políticas o radicales condujeran al despido de estos valores humanos, muy diferentes, por cierto, a lo que suele encontrarse en los tribunales ordinarios, donde el desastre es inenarrable y sí se impone la cuasi- exterminación.

En lo que respecta a los relatores y asistentes, tanto externos como en especial los internos, ellos son los verdaderos artífices de la justicia contencioso administrativa y constitucional en Venezuela. La gran mayoría de las grandes decisiones -y las pequeñas también- de la jurisprudencia contencioso administrativa han salido del puño, letra y sudor de algunos relatores poco conocidos, no del magistrado ponente, cuya labor muchas veces se limita a revisar el proyecto de sentencia, llevándose el mérito -o la crítica- de la decisión bordada en casa de tercero. Claro que esto no es reprensible por sí mismo, así sucede en casi todas partes, salvo por el hecho de que ello revela el exceso de trabajo presente en las

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cortes y tribunales, los cuales deberían estar conformados por un número muy superior de magistrados. En todo caso, lo que sí podría instituirse en honor al respeto intelectual, es un sistema -sea por práctica judicial o por la nueva Ley reguladora del contencioso administrativo que se dicte- que exija colocar en el texto de la sentencia -tal como sucede en otros países- no sólo el nombre del magistrado ponente sino también el nombre del relator o asistente proyectista. Los relatores, con su esfuerzo callado, realizan aquí una labor inconmesurable, que debe ser agradecida por todos, mucho más cuando se les pregunta sobre su sueldo y sus condiciones de trabajo. Pido, pues, un poco más de reconocimiento para ellos.

A d panem lucrandum. Una de las mayores averías de nuestro sistema judicial se ubica en la baja remuneración económica que reciben los jueces y, en general, todos los funcionarios y colaboradores del Poder Judicial. A diferencia de otros paises, donde los magistrados son respetados socialmente y muy bien compensados monetariamente, en Venezuela el problema de la insuficiencia de los sueldos de los togados, a pesar de notoriedad y de su relación directa con la corrupción, sigue sin resolverse. Parece evidente que un remedio, entre otras medicinas del complejo tratamiento, para erradicar la cormpción y en concreto la doctrina de la mordida y la compra de jueces, estriba en el otorgamiento de un sueldo digno, a partir del cual pueda estimularse y exigirse una conducta honesta de los jueces y del personal integrante del Poder Judicial.

Sin embargo, todavía el problema subsiste -de nuevo surgen aquí las sombras de la organización del desgobierno- y pareciera que no hay mucho interés en remediarlo. Durante el proceso constituyente se propuso, tal como sucede a nivel constitucional o legal en muchos otros países extranjeros, elevar la asignación presupuestaria para la justicia a niveles mínimos respetables, es decir, por lo menos 5% del presupuesto nacional (de hecho habia una propuesta de hasta de 6%, la cual luego pasó a 4%). A pesar de que una de las banderas políticas más relucientes era supuestamente la de arreglar y reestrenar la justicia en Venezuela, lo cierto es que la propuesta fue rechazada, quedando solamente lo contenido en el artículo 254 de la Constitución; “El Poder Judicial es independiente y el Tribunal Supremo de Justicia gozará de autonomía funcional, financiera y administrativa. A tal efecto, dentro del presupuesto general del Estado se le asignará al sistema de justicia una partida anual variable, no menor del dos por ciento del presupuesto ordinario nacional, para su efectivo funcionamiento, el cual no podrá ser reducido o modificado sin autorización previa de la Asamblea Nacional. El Poder Judicial no está facultado para establecer tasas, aranceles, ni exigir pago alguno por sus servicios”.

Pues bien, si se sacan sencillos cálculos, se concluirá que el citado artículo, per se, resulta bastante absurdo pues es evidente que para el “efectivo funcionamiento” la justicia debe tener una partida mucho mayor a 2%. En todo caso, aunque no se crea, la disposición constitucional supone una mejora respecto al pasado pues en los últimos años la asignación presupuestaria, lo que sí raya en lo inaudito, ha venido estando por debajo del 1% del presupuesto nacional. Con esto, nadie puede sorpren­derse de que las cosas no funcionaran y de que la cormpción esté profundamente ramificada en nuestros tribunales.

Con la nueva previsión constitucional, es previsible una mejoría, pero todavía muy por Hebain de los parámetros internacionales, de urgente importación nacional.

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Al parecer, pues, los jueces tendrán que seguir siendo tratados como limosneros y habrá que acudir ante la Asamblea Nacional o ante quien toque a mendigar mejores sueldos. Los efectos de este drama son harto conocidos. Un juez o un funcionario

judicial mal retribuido está en estado permanente de desmotivación, no pudiendo concentrar su inteligencia y tiempo en las tareas que le toca realizar, debiendo acudir, ad panem lucrandum, a varias ocupaciones a la vez e, incluso, acudir en último extremo -en algunos casos como primera opción- a la corrupción. Por contra, la experiencia extranjera muestra que un Poder Judicial en el cual los jueces y los funcionarios estén bien remunerados funciona mucho mejor, estando matemá­ticamente demostrado que 5 magistrados bien pagados rinden más que 10 mal compensados, además de que un Poder Judicial que inspire seguridad jurídica, inspira las inversiones extranjeras, por lo que a la postre siempre será más barato para el Estado pagarle bien a sus jueces. El único riesgo de todo esto, es que se de la honestidad y que el poder judicial empiece a funcionar lo cual, como he dicho, no siempre interesa al Gobierno y a los partidos políticos, más bien empeñados en tener su gente dentro y controlarlo todo.

Al problema de la ausencia de prima económica suficiente, se suma otro de corte financiero como lo es el de la ausencia de medios materiales y de asistencia, siempre necesarios para garantizar el buen rendimiento de un juzgado. A excepción del Tribunal Supremo -aunque inclusive este ya se esté quedando pequeño- me refiero tanto a la infraestmctura o locales de los tribunales -algunos verdaderas pocilgas, menos respetables que la de cualquier bar mral- así como a la inexistencia de medios tecnológicos, en especial de computadoras y sistemas de comunicación y almacenamiento de datos. Ni que decir de las bibliotecas, simplemente inexistentes o, cuando las hay, muy mal dotadas. Entre estas condiciones, también se pone de manifiesto la ausencia de espacio para los litigantes y para los propios miembros del tribunal, asfixia que crece cada día en la medida que aumentan, como es el caso, el número de causas que ingresan a los tribunales, todo ello, claro está, favoreciendo el ambiente de concusión.

Sobrecarga, lentitud y cachaza. Hilando con lo anterior, otro problema espinoso y evidente es el del bajo número de magistrados y la sobrecarga de juicios. Sobre esto no pretendo innovar, pues se trata de un tema sobre el cual muchos ya se han pronunciado alertando sobre el mismo e invitando al aumento de los jueces y tribunales. Tampoco aquí han sido escuchados, lo que es lastimoso pues las consecuencias están a la mano: procesos eternos y ficticios, en los cuales nadie cree ya y cuyas sentencias llegan siempre demasiado tarde. Desde hace siglos, todos sabemos que una justicia retardada es justicia denegada, por lo que no se entiende porque en Venezuela seguimos indiferentes ante tal evidencia. Si se observan las cifras nacionales, tanto en lo que respecta al número de causas como a la duración promedio de un juicio por cada instancia, se concluirá de inmediato en la necesidad no de duplicar, sino de hasta quintuplicar el número de jueces, tal como se observa se ha hecho y se sigue haciendo de forma sostenida en los países modernos.

En lo que respecta a la Sala Constitucional del Tribunal Supremo, pronto quedará de manifiesto la inoperancia de 5 magistrados para resolver todos los casos que llegarán a sus manos, mucho más cuando ésta se ha autoatribuido competencia exclusiva en apelación o consulta de todas las acciones autónomas de amparo constitucional que anteriormente estaban diluidas en las distintas Salas de la Corte

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Suprema. Ni que decir de la Sala Político-Administrativa, cuyos magistrados han sido reducidos a sólo tres. Mayor desatino era imposible. Muy por el contrario, en lugar de disminuir sus miembros, la Sala Político-Administrativo debió ser objeto de una gran extensión, para suplirla de, por lo más bajo, 15 magistrados divididos en secciones. En todo caso, todavía es posible corregir el baldón por vía legislativa, sea en base a las potestades de ampliación permitidas en la actual Ley Orgánica de la Corte Suprema o a través de la nueva Ley que se dictará, en un futuro cercano según entendemos, para regular la jurisdicción contencioso administrativa.

Por lo que toca a la Corte Primera de lo Contencioso Administrativo, va lo mismo, siendo manifiesta la insuficiencia de 5 jueces para resolver la avalancha de casos que en virtud de su amplia y residual competencia llegan a su seno. Sobre esto, pareciera necesario, por un lado, aumentar el número de magistrados en dicha Corte y, por otra parte y al mismo tiempo, crear de 3 a 5 Cortes similares para que entre ellas se distribuyan el sinfín de causas actualmente represadas y por llegar a dicho nivel jurisdiccional. Mismos comentarios caben respecto a los tribunales superiores de lo contencioso administrativo, absoluta e inconstimcionalmente insuficientes. Para empezar, debería haber un tribunal de éstos en cada Estado de Venezuela -no por extensas regiones como en el presente-, con lo cual la justicia contencioso administrativa se haría más accesible a los ciudadanos, en especial los del interior del pais. No se olvide que además de consagrarse expresamente el derecho a la tutela judicial efectiva (arts. 26, 49 y 259), la Constitución habla de promover la descentralización jurisdiccional (art. 269). Adicionalmente, en algunos estados o regiones de alta litigiosidad, como la capital, tales juzgados, además de ser varios, deberían estructurarse de forma colegiada, para lo cual un número de 3 magistrados por tribunal luce pertinente.

Turbulencia y vértigo jurisprudencial. Pero el problema de los tribunales contencioso administrativo no sólo está en la insuficiencia de sus medios humanos y materiales, sino también en la utilización y resultados de los medios existentes. Digo esto para hacer alusión a una serie de fenómenos muy propios de la jurisprudencia venezolana, a los cuales no escapa la jurisprudencia contencioso administrativa ni seguramente tampoco la constitucional en el porvenir. Recuerdo aquí un comentario adusto y alegórico de un alumno en la Universidad cuando un profesor le exigió que definiera lo que en su criterio era la jurisprudencia. Según dicho agudo esmdiante, jurisprudencia puede definirse como el conjunto de fallos y errores de los tribunales los cuales se publican para que no se vuelvan a cometer. La definición, algo cínica y exagerada, tiene un buen contenido de verdad si se repasan las lineas de conducta y de evolución de nuestra jurispradencia. Para empezar, así como se observan sentencias de alta calidad a la par de ello son comunes las sentencias contradictorias y de poco linaje, muchas resultado de la falta de especialización del juez, algunas de la falta de tiempo y organización y otras, para empezar a listar, resultado de presiones atmosféricas o del humor del juez. Eso, en realidad, suele ser el Derecho. Eso es nuestra jurisprudencia, unos días son destellos de genialidad, otros días impera la calígine y la oscuridad. No hay, en definitiva, seguridad jurídica

jurisprudencial y esto lo primero que cualquier abogado pmdente suele advertir a su cliente, lo que es bastante lamentable.

Tal como lo han explicado N i e t o y F e r n á n d e z en su obra El Derecho y el revés, hay un fenómeno iimegable que amenaza los cimientos del sistema, a saber, la

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presencia de sentencias contradictorias ante normas y hechos idénticos. Esto se explica, mas no se justifica, por causas de interferencia distintas a la Ley o al Derecho. De este modo, se observan muchas sen tenc ia s equ ivocadas, fundadas en error o producto de la insuficiencia intelectual del magistrado. Luego, es posible encontrarse con sen ten c ia s venales, inspiradas no por razones juridicas sino por presiones o corrupción. También tenemos las sen tenc ia s arb itrarias, inspiradas por el capricho y la pasión. Asimismo, y quizás como derivación de la anterior categoría, puede hablarse de las sen ten c ia s d e venganza , generadas por alguna fricción personal del magistrado con el abogado litigante o con la parte a la cual representa, o producto de la realización de alguna critica seria o incluso de algún chisme o comentario que se le imputa -muchas veces por error o envidia- al accionante o su representante judicial. Sobre esto de las vendetta s, como ha comentado M a r t í n R e t o r t i l l o , puede decirse que ciertamente no faltan quienes en lugar de agradecer las criticas las toman como actos hostiles e inamistosos. Pero ciertamente hay que vivir por encima de este riesgo menor y hacer con convencimiento lo que uno crea que se debe hacer, pues el mayor compromiso que se debe tener es ante uno mismo. Por último, puede hacerse mención a la tipologia de las sen ten c ia s de c lonación fa llid a o, literalmente, a las sentencias de «invento», muchas veces producto de la manía, a veces incontrolable y no siempre feliz, de querer pringar o infiltrar al derecho administrativo de conceptos o nociones más propias a otros campos, especialmente el civil o privado. Es conocida la broma estudiantil, pero aplica aquí: si un juez solamente sabe o se ha estudiado el tema de los fenicios, es lógico que en sus sentencias tienda a hablar de los fenicios, aun cuando el tema su b lite verse sobre los mayas.

Nuestra jurisprudencia contencioso administrativa, como venía diciendo, no escapa al anterior escenario, estando en su haber sentencias de todas las tipologías descritas. De hecho, también puede decirse que la jurispmdencia contencioso administrativa es una ju r isp ru d e n c ia d e corta m em oria , pues es frecuente ver como los jueces olvidan la jurispmdencia de su propio tribunal, y hasta sus propias ponencias, fenómeno que incluso sucede en intervalos de tiempo sorprendentemente cortos, meses, semanas y hasta pocos días. También existen las sen tenc ia s d e caso ún ico , las cuales, por razones múltiples -políticas, personales, etc.-, se apartan por un dia -por un caso concreto- de una vieja y reiterada jurispmdencia para luego volver de inmediato a su reiteración y asiduidad tradicional.

Claro que hay un tipo de jurispmdencia que también debe ser mencionado y aceptado aquí, como lo son las sen tenc ia s con trad ic to ria s ju r íd ic a m e n te correctas. Ya de esto ha hablado la doctrina referida, siendo cierto que, en ciertas circunstancias, el Derecho admite que se pronuncien dos sentencias contradictorias sobre casos idénticos, incluso provenientes del mismo tribunal o juez. Ello puede encontrar diversas causas, tales como la rectificación y la evolución jurispmdencial, así como la determinación detallada de que los casos no eran tan idénticos. En todos estos supuestos, lo que si es un requisito impretermitible de la nueva sentencia es que la misma esté suficientemente motivada, es decir, que p a ra que p u ed a en tenderse, a cep ta rse o co n tro la rse un cam b io ju r isp ru d e n c ia l e l ju e z debe siem pre ra zo n a r a fo n d o e l cam b io d e criterio . De lo contrario, por muy justificado que éste pueda ser, dicho cambio puede ser visto como una sentencia arbitraria. Pero hay que estar atentos, pues a veces también las sentencias venales o cormptas suelen venir

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con piquete o encubiertas, debiendo el analista mirar a fondo para poder percatarse del cambuj o antifaz.

En todo caso, donde sí deben afincarse los nuevos magistrados, algunos anteriores litigantes de quienes es de esperar que no olviden sus propias frustra­ciones y criticas cuando estaban afuera, es en los temas de fondo que hasta ahora siguen sin ser dominados, por falta de conocimiento o por falta de voluntad. No voy a entrar en análisis jurídicos, como dije, de los cuales la doctrina moderna ya ha realizado muchos y bastante buenos, por lo que sólo me limitaré a enumerar algunos temas que merecen ser reexaminados jurisprudencialmente a la luz del tantas veces repetido -y ahora constitucionalmente consagrado con mayor contundencia- derecho a la tutela judicial efectiva (arts. 26, 49 y 259). Se trata, pues, de todos aquellos temas relacionados con los tres niveles macro de protección judicial, el acceso al proceso, el proceso en sí y la ejecución de lo decidido. De este modo, deben ser revisados y mejorados con presteza, en favor de los administrados, muchos aspectos de la legitimación para accionar, de las vías administrativas hasta ahora ineficaces e innecesariamente obligatorias, los plazos para recurrir y demandar, las medidas cautelares, la distribución de la carga de la pmeba, la inactividad administrativa y, en fin, los poderes del juez tanto a la hora de sentenciar como al momento -la hora de la verdad- de ejecutar sustitutiva o forzosamente. He aqui temas de gran altura que, con o sin alas, deberán ser enfrentados por la nueva jurispmdencia contencioso administrativa postconstitucional y sobre los cuales existen expectativas doctrinarias' y sociales. Estos temas, por cierto, también tocan a la jurispmdencia constimcional y, en particular, a la Sala Constitucional, la cual tendrá adicionalmente que lidiar y reestudiar el asunto tan delicado de los efectos de sus sentencias y el de los límites de las mismas, para evitar incurrir en usurpación de funciones constitucionales.

Buenos abogados hacen buenos jueces y viceversa. Todo el nicho judicial descrito hasta el momento, se empeora si se toma consciencia de otro factor pernicioso, como lo es la interacción de los tribunales con un buen número de abogados poco preparados o inexpertos, así como con condotieros y litigantes de arco y flecha. El Derecho administrativo -no tanto así el constitucional- ha venido en franco crecimiento y cada vez pueden verse más abogados interesados en el mismo, algunos excelentes especialistas y hasta grandes juristas. Sin embargo, esto sigue siendo la excepción. Lo cierto es que la mayoría de los recursos que ingresan a los tribunales contencioso administrativos producen pesadumbre y aflicción. Se ven desde escritos marcados con plebeyez y audacia y otros con ignorancia y confusión, todo lo cual, como se entenderá, no facilita la tarea de los magistrados y relatores, cuya primera labor es entender qué es lo que en realidad se le está solicitando.

Todo esto toca fondo con un problema que no podemos analizar en este instante, aunque sea ineludible mencionarlo, a saber: el del empeoramiento y decadencia de los estudios universitarios. La Universidad no está muy bien, y si de estudios de Derecho se trata, puede afirmarse que la misma va en picada. Al parecer, no se trata ya de educar sino de negociar o mercadear, mientras más alumnos en las aulas tanto mejor, estando los resultados a la vista. Algunas reacciones y participaciones positivas comienzan a verse, pero todavía el barco está muy lejos de su destino. Urge subir los estándares de exigencia en las facultades de Derecho, eliminar las roscas -sí, todavía existen- y poner a dar clases a quien realmente tenga méritos. Hay que instruir a los alumnos para pensar, no sólo recitar o apuntar, hay que

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enseñarles a investigar y escribir. ¿A cuántos alumnos se le han enseñado a investigar en profundidad o escribir con rigor en la Universidad?. Pues yo creo que a ninguno, lo que es muy triste si tenemos en cuenta los altos niveles de las universidades extranjeras. Hay noe ir más allá de los apuntes -a lo hoguera con éstos!-, más allá de las leyes y jurispmdencia nacionales, para llegar al derecho comparado, a los principios generales, a las fuentes de las cosas, a los grandes libros, sólo así podremos formar juristas de verdad.

Es necesario, pues, refundar la Universidad, profundizando el estudio y la preparación y renovando los claustros profesorales para poder formar mejores abogados. Hay que volver a C o u t u r e . Hay que leer O r t e g a y G a s s e t . Hay que hacer profesores a tiempo completo, bien remunerados y respetados socialmente, no como sucede en la actualidad donde la mayoría de los mejores profesores son profesionales dedicados a otras labores, y que sólo se dedican a la docencia por amor y por horas cátedra, sin poder hacer de la academia su exclusiva o principal profesión, como sí sucede, con excelentes resultados, en Estados Unidos y en los países europeos. Adicionalmente, hay que hacer grandes bibliotecas y, lo que no ha sucedido hasta ahora, acostumbrar a los alumnos a frecuentar las mismas. Hay, también, que estimular los estudios de postgrado, y alentar el estudio constante pues lo peor que le puede pasar a un abogado es desactualizarse y no renovar sus reservas intelectuales, lo que es bastante común entre nosotros. Del mismo modo, habrá que colocar mayores exigencias a los abogados litigantes, tal como sucede en otros países y, sobre todo, hay que elevar al máximo la carrera judicial, pues ya basta de que cualquiera, sin importar su curriculum y especialización, pueda ser juez. En todo caso, mientras esto sucede, si es que sucede, habrá que alertar a los alumnos de la verdad, de las lejanías abismales entre los libros y las realidades tribunalicias, por ahora muy distantes de las previsiones constitucionales de efectividad y justicia. Hay, en fin, que decirles que debajo del trapecio no hay ninguna red y que, por tanto, es mejor que se pongan un paracaídas.

D e martes a ju eves y otras peculiaridades. Ya para empezar a culminar, quiero agrupar aquí algunas otras prácticas insólitas de nuestros tribunales contencioso administrativos. Primero, una que ha venido pasando desapercibida y que violenta frontalmente el normal desenvolvimiento -a velocidad cmcero de tutela judicial efectiva- de los juicios, a saber: el hecho de que tanto la Sala Político- Administrativa del Tribunal Supremo de Justicia y la Corte Primera de lo Contencioso Administrativa solamente den despacho de martes a jueves, es decir, sólo tres días por semana (toda semana, no está de más recordarlo, tiene 7 días, de los cuales 5 son normalmente hábiles en cualquier otra actividad pública o privada). Esto quiere decir, sin contar la total inactividad en época de vacaciones judiciales, que casi durante el 60% de cada semana los juicios no son hábiles para la continuidad y desenvolvimiento de los procesos, lo cual no nunca podría compatibilizarse con alguno de los principios y normas sobre la efectividad jurisdiccional, los cuales, incluso, ya hacen dudar de la constitucionalidad de las mismas vacaciones judiciales. Quizás valga la pena verificar, pero probablemente Venezuela sea el único país en el mundo en el cual los tribunales contencioso administrativos solamente funcionan para los ciudadanos tres días por semana.

Tal situación, sumada a los grandes retardos en sentenciar, me parece que tiene en jaque al Poder judicial y, también, a los propios magistrados, ahora, por clara

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disposición constitucional, directamente responsables de los daños y perjuicios que se produzcan por re tardo ju d ic ia l. En este sentido, me permito recordar el contenido de algunas normas novedosas en nuestra historia constitucional, como lo son el artículo 49 de la Constitución de 1999 según el cual “toda persona podrá solicitar del Estado el restablecimiento o reparación de la situación juridica lesionada por error judicial, retardo u omisión injustificados” pudiendo el particular “exigir la responsabilidad personal del magistrado o magistrada, juez o jueza y del Estado, y de actuar contra éstos o éstas”. En el mismo acorde, tenemos el artículo 255 ejusdem el cual con tenacidad insiste en que “los jueces o juezas son personal-mente responsables, en los términos que determine la ley, por error, retardo u omisiones injustificadas, por la inobservancia sustancial de las normas procesales, por denegación, parcialidad, y por los delitos de cohecho y prevaricación en que incurran en el desempeño de sus funciones”. Gigantes preceptos que, de ser puestos en marcha, nuestro Poder Judicial tendrá una nueva cara en muy poco tiempo, pues precisamente una de las razones por las cuales todo ha venido funcionando mal radica en la impunidad y ausencia de responsabilidad, de cualquier Índole y sobre todo patrimonial, de los magistrados. El Constituyente ha enviado un mensaje en voz alta, para los jueces y ciudadanos, sobre el cual hay interés en que sea escuchado.

Las prácticas retardatarias que he mencionado son sólo una pequeña muestra de las razones de la lentitud procesal, siendo la mayor -y es en ésta donde debe centrarse una inmediata reforma el insuficiente número de magistrados y el gran número de causas en espera y en ingreso constante y progresivamente en aumento. En la actualidad, y cada día con mayor evidencia, puede decirse, en lenguaje común mas no necesariamente jurídico, que nuestros tr ibuna les se encuen tran en s ituac ión p e rm a n e n te d e re tardo ju d ic ia l y d e denegación d e ju s tic ia . Por ello, pues, y para evitar que cada juicio genere una demanda de daños, habrá que interpretar -«venezolanizar», por así decirlo- el alcance de la expresión “retardo” contenido en la nueva Constitución. A la mano de lo anterior, sin embargo, resulta imprescindible aumentar las cuotas tribunalicias y aumentar el número de jueces, cuya insuficiencia actual salta a la vista. En todo caso, lo que parece ser una “omisión injustificada” es el que no se de despacho los días lunes y viernes, pues ello limita las posibilidades normales de actuación en las Cortes y colabora con el alargamiento innecesario de los procesos, de por sí bastante lentos y formalistas.

La doctrina de los tres días de despacho en comentarios parecía que iba a desaparecer con el nombramiento de los nuevos magistrados, pero hasta el momento de escribir estas líneas la ataxia persiste. Por cierto, otro dato sobre el cual hay que reparar es el de las bandas de rendimiento. Tomemos el ejemplo de la Corte Primera de lo Contencioso Administrativo, la cual, desde el ingreso de sus nuevos magistrados, estad ísticam en te ha b a jado su ritm o, sin que ello haya su p u es to un sig n ifica tivo aum en to en la ca lid a d d e las sen tenc ia s (aunque, para ser objetivos, sí han salido recientemente algunas sentencias loables y de manufactura moderna). Lo conclusivo, pues, es que la justicia no puede ir tan rápido -quizás este era el caso de la Corte Primera anterior quienes anualmente superaban la cota de 2000 sentencias, lo que luce como exagerado tratándose de sólo 5 magistrados- pero tampoco puede ir tan lento.

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Pero de estas paradojas está lleno nuestro Poder Judicial. Mencionemos otras, tales como el misterioso orden de prelación de las decisiones. Nadie sabe cuáles son los criterios de selección para ordenar la salida progresiva de los casos. Claro que no puede ser únicamente el orden de llegada, aunque éste sea un parámetro importante a considerar. Todos los juicios son diferentes, siendo variables los niveles de urgencia y complejidad. Sin embargo, a este respecto, en la jurisdicción contencioso administrativa -mejor no hablemos de la ordinaria- siempre ha reinado la arbitrariedad, conjugada con la suerte, lo cual también es inaceptable. La repartición y estudio de los diferentes procesos debe responder a una mecánica más pública, razonable y congruente, hasta ahora, como dije, guiada por el azar, los intereses y las amistades. No se entiende, otro ejemplo, cómo hay casos idénticos cuya doctrina ya ha sido fijada por la Corte y que, no obstante, pasan años para que se les sentencie del mismo modo, con la misma doctrina y formato, casos en serie que deberían ser detectados de inmediato y sentenciados con rapidez una vez fijada la posición jurispmdencial. Una razón es el gran desorden reinante en las Cortes, otra es que los jueces no conocen su propia jurispmdencia.

Pero la lentitud no es sólo el problema, a veces el pecado se encuentra más bien en la precipitación o excesiva rapidez con las cuales se decide un juicio, normalmente los de contenido político o algún otro proceso de relevancia comercial que viene a colearse por encima de cientos de procesos previos en espera de sentencias. Así, y esto es verificable por estadísticas, hay magistrados que en promedio dictan dos o tres sentencias al día, presumiéndose que han leído unos autos compuestos por miles de folios. Del mismo modo, se ha dado el caso de expedientes con más de 20 o 30 piezas que han sido sentenciados en tiempo récord, más rápido que el que llevaría a cualquier lector medio siquiera leerse la mitad del expediente. Ni que decir de la justicia del juez nuevo, suplente o interino, entre cuyas formas de perversión está la justicia repentina, esto es, la de decidir casos complejos y de expedientes largos en pocos días, haciendo gala en el texto de la sentencia de conocimiento de datos, afirmaciones y argumentos más propios de alguien que conoce el caso en profundidad desde hace años -normalmente la contraparte del abogado que resulta perdedor-, que de alguien que a penas se incorpora a un tribunal. Pero este último tipo de proezas de rapidez judicial, las que a no ser por su selectividad, arbitrariedad y falta de generalidad no serian reprochables per se, son en realidad excepcionales, siendo lo común, lo típico y más dificil a superar, el retardo, la lentitud y la desidia judicial. La generalidad de los juicios contencioso administrativos, pues, se sustancian en cámara lenta y, a veces, hasta en retroceso.

Togas negras, pero no tanto. A pesar de lo todo lo que he dicho hasta el momento y de todo aquello que pueda, decirse con verismo, también es cierto que, por vía de comparación con los tribunales ordinarios, los tribunales contencioso administrativos todavía funcionan aceptablemente, aunque, de no haber reparos en las disfuncionalidades evidentes, cada vez las distancias que nos separan serán más cortas, ya de por sí de pocas cuadras. No me toca hablar de la justicia ordinaria, aunque si invito que sobre ella echemos una mirada, para así poner las barbas a remojar y evitar que nunca lleguemos a una situación tan deprimente como la que se vive a diario en los tribunales ordinarios, entre los cuales incluyo especialmente a los civiles, mercantiles, laborales y penales. El estado de estos tribunales,

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empezando desde su sede en el edificio José María Vargas -de alta peligrosidad a la integridad personal- hasta los rincones de los juzgados, es verdaderamente avergonzante. No se entiende cómo nuestra sociedad ha permitido que la justicia haya podido llegar al estado de penuria en que se encuentra. Es sorprendente - aunque para algunos esto nada tiene de anormal- que los jueces todavía se atrevan a laborar en tales condiciones tan bajas, casi infrahumanas, como las de los tribunales ordinarios. Los vicios y espectáculos que pueden verse en tales juzgados son infinitos y kafkianos, poco diferentes a las cosas que se ven y ocurren en cualquier antro o sitio para mercaderes. No voy a entrar en ellas, como dije, pero sí quiero alentar sobre el riesgo de infección para la jurisdicción contencioso administrativa, cuyo sistema inmunitario ha empezado a colapsar.

Hay que caminar con cuidado, para no pisar el hormiguero. Como ya lo muestra el precedente, las malas condiciones tribunalicias son caldo de cultivo perfecto para la cormpción. Si se les da entrada, el mal será irremediable. En la justicia ordinaria, tal como N ie to lo denunciaba para España -donde al parecer las cosas son de oro en comparación con Venezuela, donde lo que se dirá aplica perfectamente y aún más-, muchos escritorios y abogados se miden ahora no por su pericia y tradición, sino por su conexión con los jueces, funcionarios y políticos. Hay maestros del arte de manejar influencias y extorsiones sutiles, portadores de maletines, subasteros, mercachifles, zampatortas, iletrados y juristas que predican justicia con el alma más negra que la toga que portan. Todo esto es cierto, y a quien no lo crea lo invito a una pasantía por los tribunales, sobre todo por los del Palacio de Justicia, para comprobar lo que es un verdadero desastre. Es tal la hecatombe, que es un milagro que un juicio llegue a estado de sentencia sin novedades; los que litigan de cerca lo saben y los que no deberían saberlo.

Todos hemos sido víctimas en algún momento, y aquí hablo en plural -justicia ordinaria y contencioso administrativa- de las consecuencias del sistema de injusticia venezolano. Pero siempre he preferido perder algunos juicios que formar parte en este escenario de quincalleros, tribus y tráfico de influencias. Nunca ha existido abogado que gane todos sus juicios, regla que en Venezuela se extiende a todos los juicios en los cuales se tiene la razón. En otras palabras, en el sistema judicial venezolano el tener la razón legal no garantiza el éxito del juicio, vista la gran inestabilidad que producen tanto la turbulencia jurisprudencial como los factores externos y metajurídicos. Lo que equivale a decir que en nuestro país los niveles de verdad juridica no son directamente proporcionales a las posibilidades de ganar un juicio. De manera que la solución está o en dejar la carrera y dedicarse a la milonga o en seguir litigando a conciencia de que lo más que se puede lograr, siendo honesto, es un nivel razonable de efectividad en los resultados, conjunta­mente con un estándar alto de calidad y esfuerzo, siendo normal que de vez en cuando tengamos que perder algún caso imperdible, comprobando que en ocasiones hay leyes sin Derecho y que el Estado de Derecho y de Justicia es más de aire que de piedra.

Ante la necesidad de seguir trabajando en este mundo imperfecto, recomiendo ser realista y seguir adelante con una armadura de hierro. Hay que estar listos para los altibajos que aquí he mencionado, pues ellos existen, como muchos habrán podido comprobar y otros están por ver. Cuando les suceda, luego de un poco de desánimo y reflexión, puede ser de utilidad, además de ver hacia el horizonte, el

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buscar algunos libros para refrescar historias y moralejas sobre las cuales ya se han paseado juristas más sabios que nosotros, de entre los cuales creo que tiene gran valor el eterno libro de C o u t u r e (L o s Mandamientos del Abogado), quien entre sus mandamientos incluia uno que reza asi: “Olvida. La abogacía es una lucha de pasiones. Si en cada batalla fueras cargando tu alma de rencor, llegará un día en que la vida será imposible para ti. Concluido el combate, olvida tan pronto tu victoria como tu derrota”. Ante un sistema judicial tan perverso, pues, los juicios deben defenderse como propios y perderse como ajenos.

Palo de lluvia, postfacio y plan de vuelo. Para tratarse de una primera entrega ya he dicho bastante, por lo que, por ahora, me dispongo a concluir. Me disculpo ante el lector si he sonado como un viejo cascarrabias que se queja de todo y que nada bueno quiere ver. Sin embargo, la lluvia de cosas negativas que aqui he dicho me parece que responden a la estricta verdad. Es más, lo dicho es sólo parte de la tormenta. En todo caso, lo que sí acepto abiertamente es que se trata de notas de nochamiego, de poca tecnia, aunque expresamente escritas de esta manera, puesto que mas que de temas de Derecho profundizado, estamos hablando de qué es el Derecho o, mejor, de que éste no funciona o simplemente no existe. Simples conclusiones directas, resultado de un poco de observación y de empuñar la pluma con libertad, soltando amarras sociales, políticas o doctrinarias, las cuales cada día me importan menos. Se trata, pues, de abrir los ojos y atenerse a los hechos.

Si en el cuadro que nos han vendido el lienzo está en blanco o si la visión que se presenta es poco optimista, eso no es imputable a quien escribe, sino a la propia realidad descrita. Para muchos, la Justicia es una alcantarilla y los jueces son muestra patente de barbarie y bandolerismo. La Universidad es una farsa y la Administración Pública un desastre. Y, lo peor, pocos creen en que hay lugar para la curación o renovación, siendo mejor prepararse para una revolución, esta vez de verdad. Para mí, algo hay de eso, pero sobre todas las cosas sigo convencido, aunque incluso a mí me cueste creerlo, de que todavía hay espacio para el cambio. Tiene que haberlo, mucho más cuando se revisan los recursos de nuestro país. Venezuela sí es gobernable, lo que hasta ahora ha pasado es que, con expresa intención, la misma ha permanecido desgobernada y muy bien organizada política y

jurídicamente para no funcionar. Lo que hace falta es un cambio global, impulsado por una mejor educación y una nueva actitud coordinada de todos, tanto de gobernantes como de los ciudadanos. Como para las ballenas y delfines en el océano, la coordinación y comunicación resultan indispensables para la supervi­vencia y evolución. A diferencia de muchos otros países subdesarrollados, cuyo futuro es mucho más incierto, Venezuela tiene la ventaja de contar con todas las piezas en su tablero, es cuestión de leerse las reglas de juego -las cuales no son nuevas, simplemente no las han querido aplicar- y empezar a avanzar, coordina­damente insisto, tanto peones y caballos, como alfiles y torres, para ver si algún día damos jaque mate a nuestro terrible pasado, y empezamos a competir en los torneos internacionales.

Mientras ello sucede y para ayudar a que suceda, hay que estar atentos a los problemas actuales, para alertar sobre ellos y proponer soluciones. Pero no se nos puede pedir que ocultemos las cosas, pues callarlas es la mejor forma de agravarlas, y decirlas es precisamente democracia. Toca decir, pues, para dar respuesta a la comparación de San Agustín retomada por N ie to , que entre un Estado sin Justicia y

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una cuadrilla de bandoleros, no hay muchas diferencias. Toca manifestar que en la actualidad el sistema de justicia, incluyendo a la jurisdicción administrativa, sigue funcionando anormalmente y que tal como van las cosas es comprensible que los mejores profesionales prefieran mantenerse alejados de las funciones públicas, situación de recelo a la cual no escapa el Poder Judicial. Cuantos grandes juristas no hay en nuestro país que podrían realizar una extraordinaria labor como jueces. Sin dudas que muchos. Sin embargo, cómo se les puede pedir -a veces se les ha pedido pero lógicamente se han negado- que se integren y formen parte de este caótico y desastrado sistema judicial, el cual ya se sabe de antemano que no se va arreglar con el ingreso de algunos maestros del Derecho. Mientras no se ejecuten los mínimos cambios esenciales del sistema judicial, muchos seguirán pensando que acudir él es la mejor manera de dilapidar el cerebro y perder el tiempo, además de empobrecerse si de lo que se trata es de ser honesto. Hay que poner las condiciones para atraer, tal como la naturaleza se viste de colores para atrapar a sus presas y dar continuidad al ciclo vital.

En fin, me he querido referir con inclemencia a temas ásperos, pero no imaginarios, de los cuales cualquiera puede adquirir conocimiento de primera mano. Simplemente, para ahorrarles engaños y tristezas, he estimado pertinente comprar- tirios con quienes no los conocen, pues todavía hay quienes le ponen velas a los jueces, sueñan con la belleza de la Justicia y se creen las hipocresías normativas en uso, incluso las contenidas en la propia Constitución, tales como la de la tutela judicial efectiva. Por favor, no nos engañemos más, nuestro sistema de justicia -e incluyo en el saco a la contencioso administrativa- está a leguas de distancia por debajo de las alturas constitucionales.

Pues bien, tómense una bocanada de aire fresco antes de entrar a un tribunal, pues la verdad es que lo que opera en Venezuela es un asfixiante sistema de injusticia para todos el cual urge transformar. Lo que aquí se ha dicho, gramo por gramo, es auténtico, aunque a algunos no les interese o convenga aceptarlo. Nada nuevo he dicho, además. Nada que, como flecha en arco tenso, no esté ya en el corazón de muchos. Las flechas aquí lanzadas no son mías, son las de muchos que vivimos del Derecho y de muchos que laboran en los propios tribunales, incluyendo a los jueces, ellos también -no todos- parte del problema. Son, por supuesto, situa­ciones bien conocidas y bien ocultadas también. No queda si no que estar atentos, como depredadores en la distancia, dispuestos a atacar con vigor todas aquellas situaciones que se opongan a nuestra continuidad. He denunciado algunas en estas notas, demasiadas largas pero demasiadas estrechas para dar cuenta de todo un sinfín de problemas que afectan a nuestro Poder Judicial, que es lo mismo que decir que afectan a nuestra democracia, a nuestro Estado de Derecho y a nuestras expectativas de que algún día podamos hacer de Venezuela un país civilizado. Todavía creo en ello, aunque algunos me tachan de iluso. Pero no puede ocultarse que ante la magnitud de la evidencia, cualquiera puede rendirse. De hecho, ante tantas verdades abrumadoras empiezo a perder el aliento y empiezo a reconocer que la llama de mi vela está a punto de apagarse. Parafraseando a Borges, puedo ya decir que cada día que transcurre, mi mayor severidad ante los hechos se hace menos proporcional al tamaño de mi esperanza.

En Caracas, un fin de semana, a finales de febrero de 2000.

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