Desaparecidos de la espuma

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55 MÓNICA MARÍA DEL VALLE IDÁRRAGA Desaparecidos de la espuma El papel de un escritor no es decir lo que todos podemos decir, sino lo que no somos capaces de decir (Anais Nin) Al inicio de su pequeño tratado sobre el misterio y el sobresalto (“Lo siniestro”), Freud confiesa su escepticismo frente a lo espectral: “desde hace mucho tiempo no he experimentado ni conocido nada que me pro- dujera la impresión de lo siniestro, de modo que me es preciso evocar deliberadamente esta sensación, despertar en mí un estado de ánimo propicio a ella” (1). Terminando ya su análisis, es claro que la literatura está en un lugar privilegiado para producir esa sensación de mucho más que simple angustia: “lo siniestro en la ficción —en la fantasía, en la obra literaria— merece […] un examen separado. Ante todo, sus manifes- taciones son mucho más multiformes que las de lo siniestro vivencial, pues lo abarca totalmente, amén de otros elementos que no se dan en las condiciones del vivenciar. […] la ficción dispone de muchos medios para provocar efectos siniestros que no existen en la real” (Freud, 12). Los hijos del paisaje, el poemario en prosa de Maríamatilde Rodríguez, publicado en el 2007, utiliza la ficción del “lugar lleno de fantasmas”, siniestro, a modo de comentario sobre la relación de la isla de San An- drés con Colombia. Este libro es una especie de quejido intenso, muy bien medido, a veces plegaria, a veces carta de amor, a veces reclamo; es un libro sobre el que el poeta Juan Manuel Roca, su prologuista,ha dicho, y con justa razón, que es “bello e inquietante” y sin antecedentes (vii). Maríamatilde Rodríguez es barranquillera, vive desde hace años en San Andrés isla y, como abogada, ha trabajado en derechos humanos en lo

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MÓNICA MARÍA DEL VALLE IDÁRRAGA

Desaparecidos de la espuma

El papel de un escritor no es decir lo que todos podemos decir,sino lo que no somos capaces de decir

(Anais Nin)

Al inicio de su pequeño tratado sobre el misterio y el sobresalto (“Losiniestro”), Freud confiesa su escepticismo frente a lo espectral: “desdehace mucho tiempo no he experimentado ni conocido nada que me pro-dujera la impresión de lo siniestro, de modo que me es preciso evocardeliberadamente esta sensación, despertar en mí un estado de ánimopropicio a ella” (1). Terminando ya su análisis, es claro que la literaturaestá en un lugar privilegiado para producir esa sensación de mucho másque simple angustia: “lo siniestro en la ficción —en la fantasía, en laobra literaria— merece […] un examen separado. Ante todo, sus manifes-taciones son mucho más multiformes que las de lo siniestro vivencial,pues lo abarca totalmente, amén de otros elementos que no se dan enlas condiciones del vivenciar. […] la ficción dispone de muchos mediospara provocar efectos siniestros que no existen en la real” (Freud, 12).Los hijos del paisaje, el poemario en prosa de Maríamatilde Rodríguez,publicado en el 2007, utiliza la ficción del “lugar lleno de fantasmas”,siniestro, a modo de comentario sobre la relación de la isla de San An-drés con Colombia. Este libro es una especie de quejido intenso, muybien medido, a veces plegaria, a veces carta de amor, a veces reclamo;es un libro sobre el que el poeta Juan Manuel Roca, su prologuista,ha dicho,y con justa razón, que es “bello e inquietante” y sin antecedentes (vii).Maríamatilde Rodríguez es barranquillera, vive desde hace años en SanAndrés isla y, como abogada, ha trabajado en derechos humanos en lo

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tocante a desaparecidos en alta mar. La dedicatoria del libro, ya poéticade suyo, es abrebocas a este escenario:

A Peterson, desaparecido hace más de 12 añosA Fernando Archbold, desaparecido en Bajo Alicia

A Jorge Luna, desaparecido cuando navegaba en el “Rosalinda”A los hermanos de Miss Haissel, perdidos en las cárceles de Tampa

A Nito Bent, Leonard Hudson, David Livinstong, ReynaldoDowkeings y Claudio Hooker, desaparecidos en el Distrito FederalA todos los desaparecidos en la ruta hacia las costas de Yucatán

A los más de trescientos desaparecidos de la espuma…

Este es el único libro suyo publicado (aunque no el único escrito), y estátraducido al italiano. En el conjunto de la literatura de la isla, Los hijosdel paisaje es sui generis. Los temas que obsesionan a las obras sobre SanAndrés incluyen el violento empujón hacia la modernización que le diohaber sido decretada Puerto Libre (en 1953), y la consecuente frágil si-tuación actual de sus biosistemas; el trazado genealógico que la une alresto del Caribe más que a Colombia, con la que quisiera mantener sudistancia; y, más recientemente, los deletéreos efectos de la encrucijadadel tráfico en que está el archipiélago, pero especialmente San Andrés.Bahía Sonora de la conocida Fanny Buitrago, por ejemplo, ilustra en mu-chos modos el primer tema que, bebiendo de su libro, se resume conagilidad: “[…] El Puerto Libre trajo consigo la electricidad, la aviación, lacorrupción de las costumbres, el dominio comercial de los pañamanes”(61); las novelas de Hazel Robinson permiten vislumbrar los enlaces dehistoria y cultura del archipiélago con el resto del Caribe, y una obra deteatro como “Combak combak” [Regresa, regresa] de Marilyn LeanorBiscaino Miller se pronuncia sobre el desmedro de un tejido social invadi-do por la sed de dinero rápido. Los hijos del paisaje entrama la primera yla última problemática de una manera tan intensa que el libro, como losespectros que trae a cuento, no nos abandona; su textura está hecha deuna densidad sutil que nos hace dimensionar ambos temas en lo grande yen lo chico a la vez y, más importante a mi modo de ver, hace que la casa

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sea “un lugar lleno de fantasmas”, lo más familiar algo que se ve ajeno, ytodo esto mediante la estrategia de hacer (retomando palabras de Blanchot)que “el otro venga hacia mí por la muerte” (147).En los aciagos días que vive el archipiélago tras el fallo de La Haya (queconcede parte de su mar a Nicaragua), este libro cobra mucha relevanciapara volver a mirar las islas “colombianas” y sus habitantes, porque, denuevo en esto atina Juan Manuel Roca: “El país reafirma a cada tanto quelas islas son suyas. Las islas. Mas no sus hijos. Estos ‘hijos del paisaje’ quedesembocan en el libro, en esta especie de puerto que es la memoria. Alvaivén de unas palabras bien habitadas por el amor y la rabia, los que sefueron no dejan, como las olas, de golpear nuestra sensibilidad y nuestraconciencia” (xii, énfasis mío).

ESPECTROS

Lo reprimido y la repetición, como las dos condiciones para el funciona-miento efectivo de lo siniestro, son los resortes de este poemario. La re-flexión de Blanchot sobre lo invisible es particularmente conveniente eneste punto: “Lo invisible es entonces lo que no se puede dejar de ver, loincesante que se hace ver” (147).Ese tipo de invisible, pese a que estemos en una isla caribeña, no corres-ponde al folclórico Duppy Gull: comparados con ese fantasma medio bona-chón, los espectros de Los hijos del paisaje son más bien representantesde “sujetos particulares que se han vuelto susceptibles de borradura,marginalización y precariedad” (19), para retomar el espíritu de los estu-dios sobre espectros en las ciencias sociales y humanas (cfr. Blanco yPeeren)… En este sentido, la noción de espectro funciona como metáforaconceptual, como una metáfora que “realiza un trabajo teórico” (Ibíd., 1)muy relacionado en este caso con las elaboraciones de Benítez Rojo sobreel fantasma y la violencia colonial (véase capítulo seis de la Isla que serepite…), elaboraciones derivadas precisamente de la novela Los pañamanes,de Fanny Buitrago, cuyo eje espacial y social es esta misma isla de SanAndrés.Los hijos del paisaje hace parte entonces de un corpus literario delGran Caribe, donde el espectro habla de situaciones coloniales como la

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expropiación de tierras, el silenciamiento ontológico, la borradura(imposible) de la memoria. En este sentido, yo la pondría —por esa vetatemática compartida—al lado de obras como Feeding the Ghost, de Fredd’Aguiar, Ancho mar de los sargazos, de Jean Rhys, Bahía sonora, de FannyBuitrago, Chronique des septmisères, de Patrick Chamoiseau, y de lasvisiones submarinas del jabao de Walcott, así como, en otra dimensión, delas de Caliban. Se entiende que estos universos literarios vayan dando piea una especie de “política del espectro” (Blanco y Peeren, 19), que seofrece como “alternativa a los marcos de trabajo del poscolonialismo, elnacionalismo y la globalización”, mediante los términos de“espectralización” o “fantasmización” (19).

***Los diez apartados de Los hijos del paisaje recorren el espectro de loreprimido a lo recurrente partiendo del plano subjetivo de una voz narra-dora para terminar en el plano de la enajenación de las tierras de otra voztambién femenina. Permítaseme explicar un poco este circuito que consi-dero uno de los logros más encomiables de este poemario.“Será mejor que no hablemos de eso. Que los hombres se pierdan maradentro no es nuevo” (1, énfasis mío). Con estos, los primeros versos,estamos ya en el mundo de un dolor colectivo sofocado (“todas sabemos”,3), un colectivo que se enfrenta a la sorda negativa de la ley y el gobierno:“Nunca supimos de él. ¿Para qué?, nos dijo el comisario, todos son igua-les” (3, énfasis mío). A partir de ahí, acompañamos a estas mujeres en sudeambular por toda la isla (especialmente por su sector más popular yelevado: La Loma, en el poema III: “Bajo por La Loma. Mis pasos se mecensin prisa y los tacones enlutados parecen maracas vencidas” (14)) por lascocinas y los fogones, por las orillas del mar (“Mañana en la orilla encontra-ré varios mensajes de su suerte” (3)), con la ilusión de atisbar el cuerpo deldesaparecido que regresa, como un barco abandonado, o hallar su cuerpoencallado entres las algas. Esta repetición básica del gesto del duelo seatornilla a la deriva por los mismos lugares (detalle que ya señala Freud ensu caracterización de lo siniestro). Pero también implica de continuo latematización de una pérdida social porque involucra la pérdida de la isla

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misma en el largo plazo. La negación de esa pérdida, por parte de lasvoces oficiales, y la impotencia de las voces narrativas que la viven, con-forman los dos nudos de la sensación siniestra que provoca el poemario;ahí es donde se juntan lo reprimido y lo recurrente.Si solo fuera un lamento por la pérdida de un hombre querido (todos estosdesaparecidos lo son y esto habla de las condiciones sociales que estospoemas están denunciando), este poemario quizás no pasaría de ser unahermosa endecha materna o mujeril en todo caso. El libro es mucho más yse vuelve sin antecedentes en su forma de ligar inextricablemente ese sen-timiento de duelo femenino y las condiciones de pérdida de toda la isla,que no solo se va vaciando como las mujeres de sus seres queridos (“unaIsla asmática navega a la deriva, el mar lleno de cruces espera los pasos”21), sino que empieza a perder incluso su suelo (“no tenemos país, ni pa-tria, no somos quejido ni lumbre encendida” 11). Desde el epígrafe, hom-bres y mujeres (niños incluidos), isla y mar, tierra y sin tierra, vida y muer-te, se ligan y se muestran inseparables, de tal manera que el duelo queluego escuchamos en el poemario deja de ser individual y exclusivo y seconvierte en un reclamo coral. En un texto muy fértil, Ileana Rodríguezglosaba las narrativas revolucionarias masculinas y señalaba un sofisma enellos en tanto (paradójicamente) no lograban desalojar revolucionariamenteel sujeto yo romántico en favor de la voz colectiva popular. Remito a loslectores a ese texto mientras yo apunto que Los hijos del paisaje hace untrabajo inmejorable en ese nivel al ensamblar a la voz femenina la vozpopular y sus reclamos: no solo usa la voz plural femenina, sino que esa vozen duelo funciona como amplificadora de un duelo colectivo, político, quese deriva de dos vivencias sociales y económicas características hoy en díade los sanandresanos, también según el poemario: la fuga en busca demejores futuros y el ingreso al trabajo del narcotráfico.Por su estratégica localización, el archipiélago desempeñó desde el sigloXVIII un importante papel en el comercio marítimo en el Gran Caribe, pro-porcionando, entre otras cosas, mano de obra muy cualificada como capi-tanes de barcos o goletas. Hoy, las exportaciones de la isla han sido reem-plazadas en su mayoría por un turismo que está atado a sus comienzoscomo puerto libre colombiano. Además del turismo, los isleños rebuscan

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sus ingresos en la red del tráfico, favorecida por la posición de la isla. SanAndrés es “un punto de paso estratégico de drogas, que se encuentra es-pecialmente cercano al corredor centroamericano, es decir, a la ruta ac-tualmente más activa para el tráfico ilegal que opera en la región”, segúnMantilla, quien enfatiza que “el archipiélago es un centro de tráfico detodo tipo de recursos ilegales, pues, además de las drogas, se trafica condólares ilegales, combustible y, especialmente, armas y municiones” (55).El primer verso del segundo poema: “Aquí no pasa nada que no sean bar-cos” (11) puede ser tomado como traducción de este contexto. “Los des-aparecidos de la espuma” no son otros que los hombres atrapados en estoscircuitos del tráfico. Eso es evidente en el epígrafe. Y en el poemario hayhuellas dicientes que lo apuntalan: “los niños se abastecen de combustibledetrás de los manglares para llegar hasta Dios” (25). El protagonista trági-co de esta historia está nítidamente caracterizado al estilo del poemario:a saltos, en jirones, con una frase aquí, otra allá… Empieza siendo un niñoque su madre le disputa al televisor (“Batimos las faldas para que regresena ver televisión como niños normales”, 26), se codea con los turistas que lovan acostumbrando al roce del dólar (“y el sarcasmo de los visitantes lesacaricia en dólares el omóplato sutil que se dibuja en la sombra”, 26),sueña desde chico con una lancha veloz (“Tenía solo nueve años cuando sucaballo ganó doscientos mil pesos en siete minutos” […] Todos aplaudíanen las acercas, y cuando Mr. Orlen lo detuvo y le preguntó qué quería porhaber ganado, le dijo: “Una bicicleta”, que creció y se convirtió en moto-cicleta de doce vientos, con quilla y vela, con muertos en los postes ymujeres esperando en los rincones […]” 19)). Y finalmente, muere en elpiso de esa lancha que pilotea (“El agua tocaba el cuerpo horizontal delcapitán. Detrás, dos lanchas disparaban pero ya él no sentía miedo. Sololloraba y sonreía”) (20).¿Podemos dar un poco más de nitidez a eso reprimido y eso recurrente?,¿qué es eso invisible que no se puede dejar de ver, a partir de Los hijos delpaisaje, según esta interpretación que vengo proponiendo del poemariocomo estimulador de lo siniestro en tanto sensación que surge de la oposi-ción y el rechazo a una pasión nacional que anexa sin dificultad a un SanAndrés presuntamente paradisiaco a su imaginario turístico y aun político?

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Las mujeres de esta coral temen, naturalmente, que sus sospechas de que el

desaparecido está muerto se vean confirmadas: “Pero nadie regresa de la

espuma, a menos que la traiga puesta” (5). Pero hay un miedo más aterra-

dor: “Me dicen que siembre caracoles en el patio, que cuando crezcan un

extraño sonido de brújula guiará tu espanto y entonces vendrás pidiendo

explicaciones al gobierno. ¡Pero qué cosa atroz! ¡Regresar para andar otra

vez en malas compañías!” (5, énfasis mío). Esta voz coral es bien clara en

incriminar al gobierno por la conjunción de malas compañías y algo de lo

que hay que pedir explicación: en palabras gastadas, el abandono estatal y

la falta de opciones para los isleños, sumados a la falta de control efectivo

y buen manejo de esas aguas que se pelean en las cortes internacionales.

Todo esto propicia la escapada, la alucinación con las tierras allende la mar:

“Todos abandonan la isla como una ola en retroceso” (4). Huele al otro lado

del mundo, donde todo es verdadero, donde los hombres caminan hacia el

horizonte, seguros de encontrar la dirección precisa del amante; donde

todos se quedan hasta el final, aspirando el olor de las fábricas para jubilar-

se después, buscando…” (27).

Si retomamos de la lúcida lectura de Spivak al libro de Jean Rhys dos nocio-

nes podemos avanzar hacia el final de este texto. Por un lado, si bien este

poemario no recurre a la imagen y su otro, el espectro sí cumple el papel

de evocar una unidad dislocada, de hacer deslizar la voz más allá del yo del

sujeto femenino haciendo resonar en ella la voz masculina del desapareci-

do, y volviéndola así una voz coral, e interpelando al sujeto colombiano en

ausencia, en tanto turista, en tanto detentor de la ley, punto donde entra

la otra noción interpretativa de Spivak: la ley y el orden, como huellas de

la violencia epistémica y legal ejercida por Colombia sobre estos territo-

rios de ultramar.

El poema IX es a mi modo de ver el lugar de ensamble de estas dos perspec-

tivas, unidas mediante la única bisagra posible, la irracional (en tanto lo

que diga este sujeto impotente suena a desvarío a oídos del sistema): Este

poema, uno de los más hermosos del poemario, es el de la locura. Cito en

extenso, pero aún incompleto:

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¿Una bandera sobre un océano? Bueno, de todo hay en estatierra ¿verdad? Es por eso que no tenemos héroes. Por lomenos no esos tan laureados, tan engominados, recorriendola historia en caballos adiestrados por ángeles que tiran desus cuerdas, caballos amarrados con bozales de barbitúricos.Los nuestros deambulan por las calles en silencio, en compa-ñía de un amigo loco que además no le cree que fuera deaquí es un hombre sobrehumano, volador y viceversa. Quefuera de aquí, lo escuchan en los bares con la seriedad de losguisantes sorprendidos. Y viceversa.Es seguro que si se vive en la otredad, nadie recuerde tunombre, o piense que te hayas ensimismado en las alas deuna mariposa calcinada en la pared.El hospital está lleno de locos súbitos, pues una extrañaesquizofrenia nos habita desde siempre. Rebaños de locoscaminan por las calles. Cuando los porteros duermen, ellospueden salir a recorrer la noche con las esquirlas de su dopadaserenidad y las circunvoluciones de su cerebro hinchadas porel litio.Están los loquitos del agua, que creen que una ventana abiertalos devorará, porque es posible que el viento del nordestemuestre sus colmillos amarillentos en las fauces de encíasrosadas de North End.Están los loquitos del sereno, que se untan los pétalos de lasCopas de Oro en la piel de su paisaje personal para que elagua no penetre en las manchas de sus mapas repletos denombres, que no están más en el álbum familiar […] (41-42,énfasis mío).

Se anudan allí la sorna del imposible cotidiano (¡una bandera sobre unaisla!) con la locura colectiva, aunque de disímiles manifestaciones. El hilosubterráneo de la no pertenencia y del control escaso, que permite esca-parse de noche, alumbran destellos alegóricos.

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Respecto a las mujeres, en este mismo poema, aparece una semblanzaengañosa, por incompleta:“Las mujeres locas de la Isla son como las mu-jeres locas de cualquier lugar del mundo: Se pintarrajean como señuelosde un amor perdido, soñando siempre a través del humo de unos cigarri-llos bizantinos. Se muerden las uñas detrás de las puertas y escondenmanzanas que dan a comer a cualquiera que les pida un pedazo” (45).Puestoque nos han ocupado en este trabajo, terminemos la semblanza: “Lasmujeres locas de la Isla llevan señas de golondrinas en los costados de susvestidos: parecen muñecas abandonadas en el acantilado. Han perdido losojos y los brazos. Han perdido el aliento de sus rosadas mejillas, han per-dido los hijos y solo las acompañan sus recuerdos guardados en cajas decartón que dejan al descuido en cualquier almacén del centro” (46). Arenglón seguido, el poema explicita el vínculo entre estas mujeres y elresto de los habitantes de la isla: “Los demás tenemos la locura del ad-venimiento de alguna divinidad marina. Todos estamos a la espera, hace-mos fila, nos llegará el turno y saldremos de noche mientras los porterosduermen” (46).Este éxodo, la divinidad marina esperada, la necesidad (o la oportunidad)de burlar al portero, ven su razón de ser, la justificación perentoria en elpoema final, el inmediatamente siguiente, donde la locura coge raíz: Denuevo lo cito en extenso:

En este lugar los doctores abundan como almejas. Son detodos los tipos y de diversas maneras, todas irracionales, porsupuesto. […]—Llamen al doctor, llamen al doctor, que el miedo comienzaen las entrañas.—Doctor, ¿podría por favor decirme qué pasó con nuestra tie-rra? Nosotros la dejamos aquí mismo, pero ya no está. Ahora,aparece con menos árboles y el otro doctor me dice que esacon menos árboles tampoco es de nosotros.—¿Cómo pudo mudarse, así, ¡tan de repente? Perdóneme,doctor, que le pregunte, pero yo sé que usted tiene todas lasrespuestas, eso dice mi hermana que ha votado por usteddesde que cumplió 18 años.

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[…] En mi patio ya no puedo caminar, tengo las piernasdeformadas porque usted sabe que cuando se está muchotiempo sentada una se hincha como un elefante de azúcar.Ahora quiero mudarme de aquí, pero la tierra no está y yo yano tengo donde ir(47, énfasis mío).

La usurpación, el robo, la expropiación por medios legales (un relato re-currente en las historias de la relación de Colombia con San Andrés, comose puede leer en The Province of Providence) es lo recurrente invisible, eslo reprimido en los recuentos oficiales colombianos, que este poemariohace ver, desde otra dimensión. A fin de cuentas, los isleños insisten eneste punto que retraen al puerto libre mientras que, por su parte, elgobierno colombiano no para de repetir el gesto de su apropiación depalabra (acompañada de un descuido en obra), imaginaria, política, terri-torial, como las reacciones ante el reciente fallo de la Haya lo prueban.Esta aparente locura, lúcidamente denuncia el vaciamiento y despojo dela isla, y lo hace mediante la indisoluble articulación de la casa-cuerpofemenino (“Mi casa, levantada sobre pilotes, abre sus piernas para el pasode un mar que nos ignora mientras crujen las vértebras de un animal quelanza a retazos. Con la madera de su costillar te voy a hacer una puertaque conduzca al solar donde los mangos caen como estrellas y los cuerposse humedecen para rezar aleluyas de platino” (11), la voz-presencia deldesaparecido y el reclamo colectivo de casi expulsión de su territorio. Eneste sentido, Los hijos del paisaje nos ha de provocar—como lectores co-lombianos— la sensación de terror de quien por fin ve algo que se negaba(y se niega oficialmente) a ver. Algo que, sofocado, ha ocurrido desde lostiempos de la fundación, como bien muestra el poemario al yuxtaponer lamuerte del capitán de lancha rápida a la muerte del corsario Aury, contra-tado por el primer gobierno independiente para proteger los mares deposibles incursiones españolas, y quien estableció en San Andrés una basecomercial y de saqueo a naves españolas.La mujer que llora la desaparición de un ser querido y la que al final delpoema “no puede caminar” ni tiene a dónde ir, prestan su cuerpo a rogativasy reclamos y voces plurales, más allá del género. Al hacerlo, permiten la

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triple articulación sobre la cual Didi-Huberman sitúa la construcción de lasrelaciones sociales: el pathos del duelo que convierte“el drama de la muerteinjusta en ethos moral de la vida política” (283). En un mundo “donde sepierde la ausencia [sugiere Didi-Huberman] si todavía queda algunaposibilidad de tocar el dolor humano, será a través de las formas fantasmalesde los aparecidos en un duelo inconsolable” (283). Que podamos volvervisibles esos fantasmas, ese duelo, esas pérdidas de territorio que atentancontra la sobrevivencia cotidiana, en la semblanza de una isla que losmedios presentan como un paraíso, sin fisura, es el potente gesto poéticoy político de Los hijos del paisaje.

OBRAS CITADAS

Benítez Rojo, Antonio. 1989. La isla que se repite. El Caribe y la perspectivaposmoderna. Hanover: Ediciones del Norte.

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Recuperado en: http://reacto.webs.ull.es/pdfs/n4 didi_huberman.pdfFreud, Sigmund. (1919). “Lo siniestro” En CIX: “Sigmund Freud: Obras

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Rodríguez, Maríamatilde. (2007). Los hijos del paisaje. Bogotá: Lunacon parasol.

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