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IGRAÍN LA VALIENTE CORNELIA FUNKE Ilustraciones de la autora Traducción Roberto Falcó IGRAIN LA VALIENTE.indd 3 IGRAIN LA VALIENTE.indd 3 12/04/12 12:40 12/04/12 12:40

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IGRAÍN

LA VALIENTECORNELIA FUNKE

Ilustraciones de la autora

Traducción Roberto Falcó

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Editado por Editorial Planeta, S. A.

Título original: Igraine OhnefurchtTexto e ilustraciones de Cornelia Funke

© Cecilie Dressler Verlag, Hamburgo 1998© de la traducción: Roberto Falcó, 2003© Editorial Planeta, S. A., 2003Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelonawww.planetadelibrosinfantilyjuvenil.comwww.planetadelibros.com

Novena edición. Primera en esta colección: mayo 2012ISBN: 978-84-08-00476-9Fotocomposición: Zero preimpresión, S. L.Depósito legal: B. 11.118-2012 Impreso por Liberdúplex, S. L.Impreso en España – Printed in Spain

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

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MATERIAL DIDÁCTICOde esta edición en

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FICHA BIBLIOGRÁFICAFUNKE, CorneliaIgraín la Valiente, Cornelia Funke; ilustraciones de Cornelia Funke; traducción de Roberto Falcó – 1ª ed. en esta colección – Barcelona: Planetalector, 2012Encuadernación: rústica; 312 págs. ; il. b/n ; 13 x 19,5 cm – (Cometa. A partir de 10 años)ISBN: 978-84-08-00476-9087.5: Literatura infantil y juvenil 821.134.2-3: Literatura españolaTratamiento: aventura. Tema: magia

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Igraín se despertó al notar que tenía algo en la

cara, algo con muchas patas. Abrió los ojos y ahí

estaba, una araña gorda y negra en la punta de

la nariz. No había nada en el mundo que le die-

se más miedo que las arañas y empezó a sentir

un cosquilleo insoportable en los dedos de los

pies.

—¡Sisi! —susurró con voz temblorosa—. Des-

piértate, Sisi. ¡Quítame la araña!

Sísifo alzó su cara gris de la barriga de Igraín,

parpadeó, se desperezó, cogió la araña de la pun-

ta de la nariz y ¡ñam!, se la zampó.

—¡Eh, no he dicho que te la comieras! —Igraín

se limpió la saliva de gato de la mejilla, tiró a Sísi-

fo de la cama y se puso en pie—. Una araña en la

EL CASTILLO

DEL BOSQUE

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nariz —murmuró—, un día antes de mi cumplea-

ños. Esto no puede significar nada bueno.

Se acercó descalza hasta la ventana para mirar

afuera. El sol brillaba en lo alto del castillo de Bi-

bernel y la torre arrojaba su sombra sobre el pa-

tio. Las palomas se limpiaban sobre las almenas

de la muralla, y un caballo relinchó en el establo.

Hacía más de trescientos años que Bibernel

pertenecía a la familia de Igraín. El tataratatara-

tataratatarabuelo de su madre construyó el cas-

tillo. (A lo mejor aún había un par más de «táta-

ras», pero Igraín no estaba muy segura.) No era

muy grande, sólo había una torre medio torcida,

y las murallas tenían un metro de espesor. Pero

para ella era el más bonito del mundo. En el pa-

tio de Bibernel crecían flores salvajes entre los

adoquines. En primavera las golondrinas anida-

ban bajo el tejado de la torre, y en el foso que ro-

deaba el castillo, bajo los nenúfares azules, vivían

unas serpientes a las que Igraín daba de comer

con la mano. También había dos leones de piedra

que vigilaban la puerta del castillo, sentados en

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una repisa de la muralla. Cuando Igraín les qui-

taba el musgo de la melena, ronroneaban como

gatos, pero cuando se acercaba alguien descono-

cido, enseñaban sus dientes de piedra y rugían

con tanta fuerza que hasta los lobos del bosque

de al lado se escondían asustados.

Los leones no eran los únicos guardianes de

Bibernel. En las murallas grises había unas más-

caras de piedra que se dedicaban a hacer unas

muecas horripilantes a todo desconocido que se

acercara por allí. Cuando Igraín les hacía cos-

quillas en la nariz con una pluma de golondrina

soltaban unas carcajadas tan fuertes que las ca-

gadas de paloma que había en las almenas se des-

prendían por sí solas. Tenían una boca tan grande

que podían tragarse balas de cañón enteras, y en-

gullían las flechas de fuego como si fueran el man-

jar más sabroso del mundo.

Sin embargo, las máscaras de piedra casi ha-

bían olvidado lo que era comer flechas. Hacía años

que Bibernel no era atacado. Antes de que naciera

Igraín ocurría a menudo. Su familia poseía unos

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libros de magia que fueron codiciados por mu-

chos hombres poderosos: caballeros bandidos,

duques, barones e incluso dos reyes habían asal-

tado Bibernel para robarlos. Pero por suerte, los

tiempos se habían vuelto más tranquilos.

—¿Hueles eso? —preguntó Igraín, que puso

a Sísifo sobre el alféizar de la ventana y olfateó

el aire frío de la mañana. Hasta su nariz llegó un

delicioso olor a ceniza de madera, miel y hierba

sagrada. De la ventana más alta de la torre salía

un resplandor de color rosa que teñía el cielo. El

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cuarto de trabajo de sus padres, el noble sir Lamo-

rak y la bella Melisanda, se escondía tras aquella

ventana. Ambos eran los magos más grandes que

había entre el Bosque de los Susurros y las Coli-

nas de los Gigantes.

—¿Ya están haciendo magia a estas horas de

la mañana? —murmuró—. ¿Antes del desayu-

no? Caray, ¿es que tienen miedo de que mi rega-

lo no esté listo para mañana?

Se quitó de un manotazo un par de polillas

de sus pantalones de lana y se puso la cota de

malla de su bisabuelo, Peleas de Bibernel. Igraín

se la ponía todos los días desde que la había des-

cubierto en la sala de armas, a pesar de que le

llegaba hasta las rodillas. Su hermano mayor,

Alberto, quería ser mago como sus padres, pero

a ella la magia la aburría. Los hechizos, las fór-

mulas, las listas de ingredientes para preparar

polvos y tinturas mágicas... Sólo con pensar que

tenía que aprenderse tantas cosas de memoria le

entraba dolor de cabeza. Ella prefería ser como

su bisabuelo Peleas de Bibernel, un noble caba-

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llero que luchó en un sinfín de torneos y vivió

mil aventuras. Alberto se reía de ella, pero así es

como se comportan a veces los hermanos mayo-

res. De vez en cuando Igraín se vengaba y le es-

condía cochinillas en su abrigo mágico.

—Venga, ríete —decía siempre que Alberto

le tomaba el pelo—. Ya verás, me apuesto diez

de tus ratones adiestrados a que algún día gana-

ré un torneo del rey.

Alberto quería a sus ratones más que a ninguna

otra cosa del mundo, pero aun así se reía siempre

de su hermana. Y sir Lamorak y la bella Melisan-

da se preocupaban cuando veían correr a su hija

por ahí con la cota de malla de su bisa buelo, pero

eran incapaces de hacerla cambiar de opinión.

—Vamos, Sisi —dijo; se apretó el cinturón y

se puso el gato, que no paraba de bostezar, bajo

el brazo—. Vamos a espiar un rato. —Bajó la es-

calera que llevaba a la sala de los caballeros de

un par de saltos, pasó corriendo por delante de

los cuadros de sus antepasados, todos con una

pose muy majestuosa y semblante serio, y abrió

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la puerta grande que daba al patio. Hacía un día

espléndido y caluroso, respiró hondo y salió

afuera. Entre los altos muros del castillo predo-

minaba el aroma de las flores, que se mezclaba

con el olor de las cagadas de ratón.

—¡Sísifo! —le dijo Igraín mientras bajaba

dando brincos hacia el patio—. Si no molestas

un poco a los ratones de Alberto, dentro de poco

habrá un billón y los pisa remos aunque ande-

mos a la pata coja. ¡Como mínimo, podrías dar-

les un susto de vez en cuando!

—Es demasiado peligroso —gruñó el gato, y

volvió a cerrar los ojos. Sisi podía hablar desde

que Igraín le echó encima los polvos rojos mági-

cos de su hermano, pero casi nunca le apetecía

abrir la boca.

—Eres un cobarde —le soltó Igraín, y empezó

a subir los adoquines redondeados que llevaban

hacia la torre—. Alberto no te convertiría nunca

en perro aunque te amenace con ello. No sabe ha-

cerlo. O como mínimo eso creo.

La única torre de Bibernel se encontraba en el

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centro del patio, rodeada de un profun-

do foso, lejos del castillo y la muralla.

Era el mejor lugar para resguardarse

cuando alguien atacaba. Para cruzar el

foso, que estaba lleno de arañas, había

una pequeña pasarela de madera. Cuan-

do Alberto quería fastidiar a Igraín, la

levantaba antes de subir a la sala de

hechizos. Por suerte, aquella mañana

se había olvidado.

—¡No se oye nada! —murmuró

Igraín mientras cruzaba la pasarela

con Sísifo—. Alberto tiene tan buen

oído como los murciélagos.

Dejó el gato ante la puerta, la abrió

lentamente para no hacer ruido y su-

bió los escalones de puntillas. El gato

la siguió con toda la tranquilidad

del mundo. De repente, dos mur-

ciélagos asustados pasaron

volando por encima de

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ellos. En el interior de la torre vivían cientos de

esos animales.

La pesada puerta de roble de la sala de hechizos

estaba pintada de arriba abajo con símbolos má-

gicos. El picaporte era una pequeña serpiente de

latón que mordía en la mano a los desconocidos.

Igraín pegó la oreja a la puerta con sumo cui-

dado para escuchar. A duras penas oía las boni-

tas canciones de los libros de magia. Sísifo se le

enroscó en las piernas y empezó a ronronear. Te-

nía hambre.

—¡Chiist! —susurró ella, y lo apartó con un

pie.

De pronto se abrió la puerta. Sólo una rendi-

ja, lo suficiente para que Alberto pudiese aso-

mar la cabeza.

—¡Lo sabía! —exclamó, y esbozó una sonrisa

burlona y pedante, como diciendo «¡Qué tonta

eres, hermanita!». Tenía la nariz manchada de ce-

niza y dos ratones sentados encima de la cabeza.

—Sólo he venido porque quiero saber cuán-

do vamos a desayunar —refunfuñó ella.

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Alberto esbozó una sonrisa aún más grande.

—¡No lo vas a descubrir! —le dijo en tono bur-

lón—. Hasta ahora nunca has averiguado qué te

vamos a regalar. Venga, ve a darles de comer a las

serpientes.

Igraín se puso de puntillas con la intención

de echar un vistazo por encima del hombro de

su hermano, pero Alberto le dio un empujón.

—¡Esfúmate, pequeñaja! Ya haré repicar las

campanas del desayuno cuando esté listo.

—¡Buenos días, cielo! —oyó Igraín que le de-

cía su madre desde la sala de hechizos.

—¡Buenos días! —le dijo sir Lamorak, su padre.

—¡Buenos días! —gruñó Igraín. Luego le sacó

la lengua a Alberto, dio media vuelta y bajó co-

rriendo la escalera. A Sísifo le costó seguirle el paso.

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